Relato basado en los testimonios de su madre Fresia, de su padre Raúl y de sus hermanos Igor y Patricio
“Para nosotros el Roberto estaba más seguro que nadie. O sea, nosotros mismos
podemos salir a la calle y nos atropellan, pero él tenía uniforme y estaba con gente
especializada, o sea, estaba asegurado”. Eso es lo que pensaban los padres y los cuatro
hermanos que tenía Roberto Contreras Mellado, soldado andino, cuyo cuerpo inerte
fue recuperado justo el día en que cumplía sus diecinueve años.
Roberto se había transformado en el más tranquilo de los cinco hijos varones.
De buen carácter y siempre con una sonrisa en su semblante es recordado con cariño
por su familia, amigos y vecinos.
De pequeño tuvo una buena relación con su madre Fresia, una mujer que desde
los diecinueve años debió esforzarse junto a su esposo por salir adelante. Vivían en una
sencilla casa, que se ubica al interior de un sitio prácticamente aledaño al regimiento
de Los Ángeles.
Para ellos era común ver pasar uniformados por su calle, presenciar ejercicios
militares o mirar diversos aspectos de la vida castrense. Sólo bastaba caminar hasta el
final de esa cuadra para ya estar en el enorme predio que ostenta la unidad angelina.
El Van Damme como le decían para molestarlo -por su delgada complexión
física cuando adolescente- entró al servicio militar siguiendo los consejos de su
hermano Igor, quien ya había cumplido con el periodo de instrucción obligatoria en
el regimiento. Guardaba gratos recuerdos y buenas enseñanzas de su paso por la
Compañía de Morteros 81, “allá adentro pasan cosas buenas y malas, pero lo que uno
vivía no lo podría aprender en ningún otro lado” pensaba Igor, instando a su hermano
a cumplir con el servicio, “vas a perder un año de trabajar, pero eres tan joven que te
quedan muchas cosas por delante”.
Claro, porque Roberto le tenía cariño al trabajo, no así a los estudios. Llegó con
esfuerzo hasta segundo medio en el Liceo Carlos Condell y desde entonces no quiso
seguir estudiando. Fresia decía que se le había acabado el amor por los estudios, “se le
pasó la edad” decía con resignación, entonces poco se podía hacer. Además, a Roberto
le gustaba trabajar en un taller frente a su casa. Después consiguió trabajo en la fábrica
maderera Promasa, donde cumplía turnos. Su madre lo esperaba para comer juntos y
conversar, aun cuando llegaba a eso de las dos de la mañana, porque le correspondía la
jornada de tarde en la empresa.
Heredero del carácter introvertido de Fresia, Roberto era un joven tranquilo.
Le gustaba mucho jugar a la pelota y de esa manera solía entretenerse con sus amigos.
A veces salía a fiestas, pero regresaba temprano. No fumaba ni bebía y cumplía siempre
con los horarios en la casa.
Se veía contento con su vida y estaba entusiasmado por hacer el servicio militar,
por eso no lo pensó mucho cuando salió llamado. Se presentó y pasó a formar parte de
la Compañía Andina. Ahí dentro le nacieron los deseos de terminar su enseñanza media y, según Fresia, de convertirse en militar. “Pero después le tocó irse para Los Barros así que hasta ahí quedó todo”, rememora ella.
“Cuando íbamos a visitarlo nos contaba todo lo que pasaba, se reía y estaba
recontento”, asegura Igor. Nunca les contó de malos tratos o que a veces los golpearan,
como sí ocurría en el tiempo en que su hermano mayor estaba en el servicio.
La breve estadía en el ejército fue grata para él. Además que a diferencia de
sus otros camaradas, Roberto estaba tan sólo a cuadras de su casa, en el mismo barrio
en que creció. La separación desde el hogar materno no era una situación difícil de
superar, el nuevo escenario en que se desenvolvía le era familiar desde pequeño.
Pronto llegó la entrega de armas y casi inmediatamente, lo que sería su
primera campaña de instrucción militar. El lugar escogido era el Refugio Mariscal
Alcázar de Los Barros, en medio de la cordillera de Bío Bío. Pese a que Igor había
hecho el servicio en el mismo regimiento durante ese año, no conoció Los Barros, “o
sea, hicieron marchas, pero en la compañía y en la especialidad que estaba yo, justo ese
año no fuimos”. Recuerda que la morteros se dividió en dos: la 81 y la 120. La morteros
120 fue hasta Los Barros, pero a los integrantes de la 81 les dijeron que no habían
municiones para ellos. Así es que se quedaron en Los Ángeles.
Igor vio cómo ahora Roberto estaba entusiasmado por ir a la cordillera. No
conocía la nieve, así es que la primera campaña iba a ser una gran experiencia para él.
Ese fin de semana antes de irse estuvo en la casa, conversando de lo que había aprendido y de lo que les habían prometido que conocerían arriba. Se veía feliz. El único presagio que recuerda la familia es una frase que casi al pasar dijo Roberto por esos días. Había armado una bicicleta que se veía como nueva.
-Voy a salir a andar en la bicicleta, no vaya a ser que me pase algo arriba y va a
quedar como nueva sin probarla…
“Claro, obviamente uno nunca se iba a imaginar lo que podía pasar”, dice ahora
Igor.
La última vez que su madre lo vio con vida fue el jueves antes de irse a Los
Barros. Fresia apenas puede referirse al último instante en que conversaron con su
hijo, sus ojos dicen que el recuerdo de ese diálogo cotidiano se ha transformado para
ella en una instancia sagrada, a la que no se puede llegar a través de las palabras, por lo
menos ahora que han pasado unos pocos meses desde que Roberto se fue. Fresia llora
el recuerdo sentada en el patio de su casa.
“Se iban el viernes y yo el día antes alcancé a ir a dejarle un nylon que le habían
pedido. Estaba contento… esa fue la última vez que lo vi”, murmulla apenas entre los
sollozos en que se ha transformado su relato materno, silencioso, única voz femenina
en este hogar.
De la tragedia, se enteraron como a las seis de la tarde del miércoles 18 de mayo,
cuando una vecina les dijo que había ocurrido un accidente en Los Barros, que tenía a
dos soldados muertos. Fueron al regimiento a saber más detalles, pero realmente no
estaban tan preocupados.
“Cómo va a ser tanto que de 400 soldados, justo a mi hermano le iba a tocar
estar ahí”, dice Igor.
Todavía no conocían la magnitud de lo que había ocurrido y en el regimiento
sólo se hablaba de los morteros. En ningún lugar se referían a los integrantes de la
Compañía Andina como parte del contingente desaparecido. Por eso la primera noche
durmieron relativamente tranquilos en la casa y, al día siguiente, partieron todos a
trabajar. Estaban haciendo su vida prácticamente de manera normal, aunque se
comunicaban a cada rato entre ellos para ver si había alguna novedad.
La tranquilidad llegó hasta esa tarde de jueves, cuando se comenzó a hablar
que los andinos también habían sido afectados por la tormenta de nieve. La familia fue
al regimiento y comenzó a leer los listados del personal en Los Barros y de los que
estaban bajando. Roberto no aparecía en ninguna lista. Esperaron, pero nada pasó.
“Uno lo que más escuchaba era que los militares estaban arriba, protegidos en
grupos” recuerda Patricio, otro de los hermanos.
Por su parte, Igor rememora a todos los especialistas que entrevistaban en la
televisión y que decían que los militares extraviados eran capaces de buscar juntos un
refugio o guarecerse en algún lugar cordillerano.
“Pero uno tenía que ser un poco inteligente no más y darse cuenta que era
imposible eso: ellos no tenían experiencia en montaña. Una persona experimentada
puede hacer un iglú, un hoyo y enterrarse o intentar colocar una carpa… pero no una
persona que no tiene experiencia. Menos los soldados con su par de semanas. Mi
hermano ni siquiera conocía la nieve, qué iba a hacer en una situación así, a todos los
soldados creo que les pasó lo mismo. Claro que uno con la desesperación y la esperanza igual se aferraba a esa posibilidad, pero al pasar los días uno se da cuenta que no es así”, cuenta el hermano.
Esa noche las esperanzas se terminaron casi por completo. En la televisión
mostraron la entrevista a un arriero que dijo que había visto como a cuarenta soldados
muertos, “lo cortaron casi altiro y después ya no volvió a salir”. De todas formas no
fue necesaria la repetición de la entrevista, porque toda la familia había escuchado las
sombrías palabras.
Esos días son recordados por los hermanos como de pura confusión. En el
gimnasio militar les decían una cosa, luego veían en la televisión otra. Escuchaban la
radio y obtenían nuevas informaciones. La versión final se las dio Cheyre el viernes por
la noche.
En cuanto se supo que los desaparecidos estaban en realidad muertos, la casa se
llenó de gente. Llegaron familiares, amigos y vecinos a darles el pésame. Pero el dolor
que sentían era tan fuerte y la noticia tan aturdidora, que ellos no podían dimensionar
que Roberto se había muerto. Una sensación de irrealidad los acompañaba.
Pero fueron asumiendo lo ocurrido a través del rito fúnebre de las ocho de la
tarde en el regimiento. A esa hora se reunían todas las familias de los soldados que aún
no habían aparecido.
“El militar a cargo sacaba una listita y era como una lotería, todas las familias
de los soldados desaparecidos estaban sentadas y él empezaba a decir los nombres: el
soldado tanto y estaba la mamá, el hermano, el primo… uno veía su reacción y se le partía el alma, eso fue algo que por lo menos a mí me ha marcado harto, porque uno nunca se olvida de todo lo que pasó y el hecho de estar sentado y que el comandante llegue con una lista y que te empiece a nombrar… en el fondo yo decía ojalá que aparezca, pero a la vez tampoco quería que apareciera por el impacto… no sé, es complicado”, dice Igor.
Luego de aceptar en alguna medida que Roberto había fallecido, sólo les quedaba
rogar porque el cuerpo apareciera pronto y terminar de una vez con la asistencia al
rito de las ocho de la tarde. Su anhelo se cumplió en una fecha especial, porque del
regimiento los llamaron por teléfono cuando lo encontraron. Roberto regresó a casa
justo el 25 de mayo, día de su cumpleaños número diecinueve.
“Se veía tal cual es, porque estaba como durmiendo no más. Venía todo mojado”,
rememora su padre.
Después de todo lo que pasó, la familia en primera instancia no quiso saber
nada más de lo ocurrido en Antuco. Desecharon la posibilidad de conversar con
sobrevivientes, así como de estar pendientes de las noticias. Sentían que mientras
más sabían, más dolía la muerte del hermano, muerte que no tenía ningún remedio ni
solución.
Sólo quedaba la rabia por las circunstancias de la partida y luego de ese enojo
inicial pasó todo a la tristeza. Pero la familia no puede dejar de pensar que Roberto
murió por la prepotencia del mando, por el hecho que los “pelaos” son lo más bajo del
escalafón, “si te dicen murió un capitán montañista o murió este otro oficial, piensas
que en realidad estuvo mala la cosa, porque ni ellos que eran especializados se pudieron salvar. ¡Pero ellos se salvaron porque tenían conocimientos! Y de los soldados ¿quién se preocupó? En la marina, el capitán se hunde con su barco. Tal vez uno no estuvo en el lugar en ese momento, pero ellos tenían el doble o triple de los conocimientos que tenían los soldados y no los ayudaron, se salvaron solos no más”, recalca Igor, finalizando el relato de la pérdida de su hermano.