Relato basado en el testimonio de su madre Juana
“Tú te pones esa ropa así de grande para esconder todo lo indefenso que eres
en el fondo… si uno te hace así no más y te tira lejos”, le decía Juana a su hijo Coco,
cuando lo veía vestirse con la típica indumentaria de los adolescentes amantes del hip
hop y la cultura callejera.
Lo de la ropa era una verdadera preocupación para Francisco José Luis, heredero
de los nombres de sus tres tíos y apodado Coco por una tía. Hijo de madre soltera, Coco se había transformado en el regalón de todos y estaba acostumbrado a que le hiciesen el gusto. Su familia era feliz viéndolo contento, así es que el joven tuvo una existencia tranquila y cómoda en casa. Aunque eso no significaba precisamente que Coco fuese un joven pasivo, al contrario, como contaba con el espacio necesario para experimentar y vivir sus días según quisiera, lo suyo fue siempre una constante búsqueda y todavía, a sus dieciocho años, no tenía muy definido qué hacer con su vida.
Para su madre, asistente de educadora de párvulos, no fue fácil enfrentar la
crianza del niño en una época en que se censuraba mucho a quienes tenían un hijo antes del matrimonio, más aún en pueblos pequeños, como lo era por entonces Mulchén. No obstante, gracias al apoyo incondicional de padres y hermanos, Juanita pudo educar a su hijo. Su mayor anhelo era que “él fuera algo más”, que llegara a la universidad y se transformara en un profesional exitoso y feliz, para eso se había esforzado en educarlo.
Pero no se engañaba. Veía que su hijo no era precisamente bueno para estudiar,
porque no le gustaba. Ya había repetido un año y no tenía ningún problema en decirle a
su madre que él sería cantante, que se iría a Estados Unidos a hacerse famoso y a ganar
mucho dinero, sin necesidad de estudiar. Lo regañaba, porque sabía que gran parte de
esas ideas, provenían de su gusto por salir con sus numerosos amigos a pararse en las
esquinas a rapear.
No estaba nunca en casa. Desde pequeño se había caracterizado por ser alegre
y amistoso. Según su madre era un verdadero amante de la vida y nunca le gustaron
las reglas que lo enmarcaban en determinados comportamientos y modales, porque por sobre todo, Coco se sentía libre.
Por eso extrañó tanto que de pronto quisiera entrar al servicio militar. Se
presentó como voluntario, pese a la tenaz oposición de toda la familia, que esperaba que en cualquier momento el joven desistiese y optase por una alternativa distinta, porque Coco estaba buscando un camino y era común que manifestara su interés por alguna profesión, para luego cambiar diametralmente de gusto.
Así era Francisco, pero esta vez no hubo arrepentimientos. Salvo el del último
día que lo vieron, cuando le confesó a su tía que no tenía ganas de volver al regimiento.
Pero ya era tarde y sabía que no sacaba nada con contarle a su madre que quería quedarse en casa, esa semana luego de la entrega de armas, a fines de abril. Su familia le había advertido lo duro del servicio y, a sabiendas de eso, Coco se presentó voluntariamente al periodo de instrucción. Sabía que ahora tenía que cumplir con el compromiso que había adoptado.
Lo de convertirse en militar surgió en medio de la búsqueda por una vocación.
Fue repentino. Coco le dijo a su madre que quería ingresar a la institución castrense
y optaría por el servicio. Todos le advirtieron que se iba a meter a una especie de
reformatorio, de donde saldría cambiado. Pero él no lo veía así. De hecho, tenía una
visión bastante particular: quería ser militar para demostrar que el ejército acoge a
todos. Sentía que era una especie de “abrir puertas”, para que sus amigos se dieran
cuenta que así como él lo haría, cualquier persona podía convertirse en militar. Era su
anhelo y a la vez su desafío.
Así se fue a enrolar y pasó a formar parte de la Compañía Andina. Nunca contó
a su familia que tuviera algún problema adentro o que lo pasara mal. Coco le decía a su
madre que el trato era bueno y que incluso a veces se aburría cuando no hacían mucho
en la instrucción. Y que cuando tenía pena se ponía a cantar con sus compañeros.
Ya le había dicho a Juanita que la prueba de fuego para continuar en el ejército
sería su primera campaña en terreno. Por eso ir a Los Barros era crucial para su futuro,
si le gustaba, se quedaría adentro y continuaría hasta convertirse en militar. De lo
contrario, terminaría con el periodo obligatorio y buscaría otra profesión para su vida.
Pese a sus reparos iniciales, su madre le dijo que si realmente deseaba ser militar
contaría con su apoyo incondicional.
Pero no hubo tiempo ni oportunidad de averiguar si a Coco le había gustado la
campaña en Los Barros, porque su cuerpo fue encontrado congelado, ocho días después que sus compañeros lograran arribar hasta el refugio de La Cortina, para luego ser trasladados hasta el regimiento en Los Ángeles. Claro que eso fue con los soldados que alcanzaron a llegar. En cambio, lo que supo Juanita de su hijo es que no se despegaba en ningún momento de su cabo, lo que finalmente no le sirvió de mucho para sobrevivir.
De esos días, lo que más le dolió fue la mentira y el engaño de no decir desde
un principio lo que había ocurrido con los jóvenes en la cordillera. En su opinión, las
muertes se debieron a que una persona no fue capaz de decir: “Basta, yo desobedezco
y me devuelvo con mis cabros”. Según ella, eso les podría haber salvado la vida a los
conscriptos.
Desde un principio la madre se dedicó a averiguar por sí sola lo que había
ocurrido con los soldados en la campaña cordillerana, incluso antes que salieran las
numerosas versiones de prensa sobre lo sucedido. Piensa que el coronel Mercado
estuvo siempre preocupado de los jóvenes, “le creo que es el menos involucrado en este asunto… yo pienso que el más involucrado es el que está más callado”, dice de manera sombría Juanita, cuando ya han pasado meses desde que Coco partió de la casa, dejando tras de sí un enorme vacío al desaparecer sus risotadas, su música, su desorden y todo su torbellino de energía y ansias por vivir.