Relato basado en los testimonios de su madre María y de su esposa Roxana
La madre del sargento segundo Luis Monares, María Castillo, se había casado
hacía muchos años, cuando ella tenía 27, en Los Ángeles. Su novio era un militar que
trabajaba en el regimiento de esa ciudad. Se llamaba José Monares. Vivieron en la
población Orompello y luego, en las inmediaciones de la laguna Esmeralda, donde
existían algunas casas pertenecientes al ejército. Del matrimonio nacieron seis hijos,
uno de los cuales falleció siendo un niño. Era José Alejandro. A él le sobrevivieron los
otros cinco: Luis, Jaime, Angélica, Rita y Ruth.
Todo hacía pensar en una existencia tranquila y feliz de la familia, pero el
matrimonio duró sólo un tiempo. Como todavía recuerda María, a José le salió por ahí
“otra entretención” por la que los dejó. Aunque contaba con la pensión que le daba su
marido, el dinero se hacía poco para los cinco hijos, todos ellos escolares: el mayor era
un adolescente y la menor ingresaba recién al kinder. Así es que María pasaba día y
noche en su máquina de coser remendando ropa. Había estudiado de soltera la carrera
de modas en el Instituto Bernardo O’ Higgins, labor que a ella le gustaba y le permitía
ganarse la vida con tan sólo una máquina y unas tijeras. Por aquellos tiempos, el oficio
de modista generaba muchos más dividendos que en la actualidad, así es que María
podía costear sus gastos con su trabajo.
Quien la ayudaba en todos los quehaceres domésticos era su hijo Luis Reimundo.
Él se encargaba de vestir y peinar a las niñas, colaborando en todo cuanto pudiera en
la casa. Si ella salía, él les servía la comida a sus hermanos menores. Tenía dieciséis
años cuando su padre se fue, asumiendo el rol del “hombre de la casa”. Tanto así,
que no alcanzó a completar su enseñanza media y se fue al ejército, para alivianar la
carga económica que generaba la familia. Fue allí donde terminó sus estudios, forjó su
carrera y trabajó durante toda su vida, en el mismo regimiento que había integrado su
padre años antes.
Claro que no todo fue por sacrificio y por ayudar a mantener la familia, porque
siempre quiso vestir de uniforme, postulando en primera instancia a carabineros y luego, al ejército. Su opción por las fuerzas armadas no venía mal en una familia compuesta por uniformados. La joven de la que se enamoró y con la cual se casó más tarde, Roxana Vargas, siempre le decía que llevaba el uniforme en la sangre, incrustado a su cuerpo; ni ella ni nadie se imaginaba a Luis Reimundo Monares Castillo, siendo otra cosa que militar.
Padre de tres hijos, José Esteban, Luis Sebastián y María Javiera, en lo que
coinciden todos es que, pese a su carácter severo, el sargento segundo era un excelente
dueño de casa. Se desenvolvía con facilidad en las labores domésticas, habilidad que había adquirido desde su adolescencia, pero de la que había hecho gala a cargo del rancho en el regimiento. Llegaba a casa, saliendo del servicio, y con la mejor disposición se ponía a amasar ya fuera pan o sopaipillas, a lavar o hacer el aseo si es que así lo requería el hogar.
Por eso los recuerdos que guarda su esposa, son gratos y cotidianos. Lo de
ellos no era un matrimonio rutinario. Su Negri era el dueño de casa, se preocupaba de
los niños, mantenía el buen humor y no era raro verlo bailar mientras secaba los platos
o cocinaba algo. Si Roxana le decía que estaba cansada de cuidar a los niños, Luis no
tenía ningún reparo en que se fuera al campo sola a visitar a su hermana, o se quedara
descansando mientras él se hacía cargo.
A quien también profesaba su cariño, era a su madre. Iba a visitarla casi a
diario, sin importarle si fuera de noche, ni menos fijarse en cómo regresaría a su casa.
Se preocupaba no sólo de su salud, sino también de su aspecto económico. De joven,
había construido una casa en el mismo sitio que su madre, primero para vivir ahí con
ella y luego, para que pudiera arrendar el inmueble y percibir una mayor cantidad de
dinero.
Por eso, cada vez que emprendía con el regimiento para la cordillera, primero
iba a despedirse de ella. Esta vez, la última, no fue la excepción. Esa semana se celebraba el día de la madre, así es que Luis fue a regalonearla el domingo. Le dijo que tal vez no se iba tan luego, porque como trabajaba en el rancho, ya no le correspondía subir tan seguido a las campañas. De hecho, las compañías ya se habían ido a Los Barros durante esa semana. La morteros lo había hecho el día anterior.
La instrucción que le dieron a él es que al día siguiente, el lunes 9, se iba con el
camión del ciclo logístico, pero algún problema hubo que terminó subiendo el martes
10 hasta Los Barros.
En otros años, María lo veía con ánimo y contento. Nunca se sentía obligado, lo
hacía porque le gustaba. Le extrañaba que hubiese tenido algún conflicto ahora por ese
motivo. Pero lo que más le extrañó fue que por primera vez en su vida sintió miedo al
despedirse de su hijo. Él siempre les contaba que les enseñaba a esquiar a los soldados,
porque le gustaba mucho, incluso les enseñó a sus hijos cuando conocieron la nieve en
el sector cordillerano. Así es que María no entendía el motivo de su aflicción, pero optó
por no decirle nada, guardó silencio y como siempre que se despedían, solamente le
repitió que se cuidara mucho.
El miércoles en la tarde supe que había pasado algo arriba,
pero nunca me imaginé algo así, algo tan grande, escuché de algún
accidente en Los Barros, pero no pensé en mi esposo, sino en algún
soldado que le hubiera pasado algo. No puse mayor atención, porque
esa semana justo era de venta en el colegio de mi hijo y yo estuve
todos los días yendo para allá. No podía saber que el Negri estaba
ahí.
Me acuerdo que en la mañana escuché algo, pero no le tomé
importancia. ¿Cuándo fue que Cheyre habló en la tele? Ahí fue que
empezamos a parar las orejas, no era un simple accidente, o sea, para
que estuviera hablando el general por televisión, realmente debía ser
grave lo que estaba pasando. Pero nunca jamás pensé que el Negri
iba a estar ahí.
Fui al colegio igual… sé que el general Cheyre dijo: “Ya
tenemos la lista de las personas que están arriba, las que están en
La Cortina y las que están…” No se sabía la cantidad de soldados que
habían quedado dispersos. En la tarde terminamos la venta, yo me
vine altiro para la casa y mi cuñada, la Rita, me dice que en la primera
lista salía el Negri en Los Barros y me calmé. Le decía a mi suegra
que había que estar tranquila, que él estaba bien, que claro, yo no lo
había parido, pero que sentía en mi corazón que estaba bien.
Después me fui a buscar a los niños al colegio, voy cruzando
con ellos para tomar la micro y mi otra cuñada, la Ruth, me dice:
“Roxana, sabes que en la primera lista salió el Lucho, pero ahora lo
borraron y no está en Los Barros”. Traté de estar lo más calmada
posible… no quería que lo nombraran delante de los niños, así es que
los fui a dejar a la casa. Me fui altiro al regimiento. Allá había un
montón de gente y nadie daba información. Le pregunté a un militar
que estaba cuidando la entrada, qué pasaba. Me preguntó si había
revisado la lista, le dije que sí.
-Lo borraron, ¿qué pasa con mi esposo?
-No sé, pero quédate tranquila, debe estar bien.
Al rato me dejaron entrar al regimiento. Me encontré con
Contreras, el ecónomo, quien también me dijo que no sabían nada de
él todavía. Yo en ese momento sentí que de verdad no sabían nada.
Volví al gimnasio y me junté con mis otras cuñadas y nos pusimos
ahí afuera de la oficina y lo único que hacían ellos era entrar y salir.
Había camiones al frente, en el patio, con los soldados que habían
bajado, pero tampoco nos atrevíamos a preguntarles. Mientras todos
estaban reunidos adentro, me acuerdo que incluso a Mercado le
pregunté y me dijo: “No se preocupe, su esposo está bien”, pero era
como una tapadera de cosas. Al final nos vinimos sin saber nada.
Después ese día viernes en la mañana, empezaron a venir a la
casa los vecinos a preguntarme por Luis, y yo les decía que él estaba
bien, es que yo sentía que él sí lo estaba por su manera de ser, era
una persona luchadora y fuerte, que muchas veces hizo esa caminata,
no me cabía en la cabeza en ningún momento que no iba a llegar.
Creía conocerlo tanto. Pese a todo traté de hacer una vida normal.
En la mañana fui al colegio a dejar a los niños y luego al gimnasio a
saber qué pasaba. Mi hijo el mayor, que pertenece a la Defensa Civil,
también se fue al gimnasio, pero a ayudar a la gente.
Ahí ya estaba Cheyre y se reunió con algunas personas
solamente. Después dice que son 45 dispersos y que se pierde la
esperanza, entonces yo me metí no más para adentro.
-¡Usted me está diciendo que mi marido murió!
Sale el general González y me saca del lugar. Les dice a otros
militares que estaban por ahí:
-Ella es de nuestra familia militar.
-¿De qué familia me está hablando usted? ¡Aquí no hay
ninguna familia! ¡Cuando les conviene son una familia! ¡Díganme qué
le pasó a mi esposo!
Es como fuerte recordar ahora, yo igual tenía esperanza, pero
ya iban tres días… Ahora con el tiempo hemos sabido que ellos sí
sabían lo que había pasado, pero como no estaban cien por ciento
seguros dicen que optaron por no decirnos nada.
La madre, la señora María Castillo, supo de lo ocurrido el sábado siguiente.
Pese a que sus hijas se habían enterado hacía días, no querían contarle nada hasta tener completa seguridad. Temían por su salud. Pero ella estaba atenta a las noticias y ese sábado escuchó que habían encontrado cinco nuevos cuerpos, entre ellos el de su hijo, el sargento segundo Luis Monares Castillo.
Poco recuerda de lo que sucedió después. La impresión fue tal que le dio un
infarto cerebral, afección que se repetiría cuando las familias recordaban un año de la
partida de sus soldados, con una serie de actividades de conmemoración en las que ella
participó activamente, desafiando el frío, su edad y sus enfermedades. Durante todo ese primer año, María debió seguir con tratamiento médico, para recuperarse de la partida del mayor de sus hijos.
Luis Monares fue el único militar de planta que falleció en el contingente
conformado por conscriptos y la familia ha recalcado que luchará, porque al sargento
segundo se le entregue el lugar, que sienten, le corresponde por morir al servicio de
una institución en la que trabajó toda su vida. Por esto, a María nunca le pareció raro
o chocante que sus hijas salieran por radio y televisión, con Angélica, liderando a las
familias que exigían justicia por las muertes en Antuco.
“Yo misma, si estuviese sana, andaría metida ayudándolas, porque es algo justo
lo que se está pidiendo, no es una limosna exigir que a mi hijo se le dé el lugar que le
corresponde, ni menos pedir que quienes lo dejaron morir abandonado respondan por
lo que hicieron. Lo que pasó no fue mala suerte, sino que los obligaron a morir”, dice
María Castillo Pinela, al finalizar su relato del episodio más fuerte que le ha tocado
enfrentar en sus duras siete décadas de vida.