Relato basado en el testimonio de su madre Dorisa
“Hola, soy Pedro y este es mi autorretrato.
Soy un estudiante y voy en segundo año medio, soy muy tranquilo, sensible y
siempre me dicen que soy muy callado o tal vez tímido.
Soy alto, flaco, moreno, tengo el cabello corto y ojos cafés.
Me gusta mucho el fútbol, mi equipo favorito es la Universidad de Chile y
ocupo casi todo mi tiempo libre en eso, porque no me gusta salir o hacer otras cosas.
Soy de carácter fuerte, pero igual me llevo bien con todas las personas y tengo
llegada con mis compañeros, profesores, etc.
Bueno, lo que más quiero es terminar mis estudios para poder trabajar y salir
adelante, ojalá pueda seguir estudiando y ser un profesional”.
Sueños truncados.
Eso es lo que piensa Dorisa Cerna al leer el autorretrato del segundo de sus
hijos. Los alegres y vivaces ojos de la mujer se endurecen cuando recuerda todo lo
que ocurrió, ahora que un año entero -parece mentira- ha transcurrido desde que a su
Pedro de Dios, la nieve le jugara la peor de las pasadas.
Hoy es también 18 de mayo y al igual que el año pasado, hace un frío espantoso
en Los Ángeles. El fuerte viento hace mella en los cuerpos ateridos por el dolor. Un
año ha transcurrido desde que los jóvenes partieran y Dorisa forma parte activa de
los amigos y familiares que permanecen en vigilia desde anoche, a las afueras del
regimiento para recordar, una y otra vez hasta el cansancio, que 45 soldados fueron
acribillados por la muerte blanca.
Pequeña y vigorosa, tenía tres hijos -Delina, Pedro y Víctor- los que se
transformaron en su aliciente cuando las cosas con su marido terminaron muy mal. El
alcohol y las malas condiciones económicas suelen ser complementos fatales a la hora
de mantener una familia. Por entonces vivían de allegados en la casa de la suegra de
Dorisa, los problemas arreciaban y el pequeño Pedro no tenía deseos de ir al colegio.
La separación de su madre le provocaba una angustia tremenda, porque nunca estaba
seguro que la volviera a encontrar en casa a su regreso. Esa era la realidad que vivía por
entonces la familia, situación que con los años cambiaría; primero con una mediagua
que se transformó en su vivienda, y luego con una casa nueva en la población Clotario
Blest de Nacimiento, que llegó a traer calma, pero que no alcanzó a disfrutar Pedro.
Como el mayor de los hijos varones, Pedro se convirtió en un puntal para
Dorisa. Le ayudaba en casa y la apoyaba en los momentos álgidos del matrimonio.
Fue así como madre e hijo generaron una relación tan fuerte, que ella pudo sentir
físicamente -con una puntada en su pecho- que algo malo estaba ocurriendo con él en
la cordillera.
Pero esa sería en la hora del fin. Un par de meses antes que eso ocurriera llegó
el servicio militar para Pedro, cuando cursaba tercero medio en el liceo. Desde pequeño su sueño siempre había sido mantener a su madre para que ella no debiera esforzarse más, pensamiento del que se convenció más aún cuando le encontraron miomas. En su mente de niño Pedro forjó un sueño. Le decía siempre a Dorisa que le gustaba Iván Zamorano, que siendo de origen tan humilde nunca había perdido su sencillez, pese a que se había transformado en un hombre millonario. Pedro soñaba con el día en que lleno de euforia gritara a las cámaras el nombre de su madre, dedicándole el gol del triunfo en medio de un estadio repleto que lo ovacionaba como su ídolo.
Pero había que aterrizar a la realidad y de no ser el fútbol una opción viable para
el futuro, estaban los estudios. Soñaba también con llegar a la universidad, aunque las
condiciones económicas no eran precisamente las idóneas como para pensarlo. Pedro
tenía claro su objetivo de sustentar a Dorisa, así es que terminó tomando el camino que
le pareció más corto y cercano: el ejército.
Por esto, el llamado a cumplir con el periodo de instrucción obligatoria se
transformó en una oportunidad para él. Una vez en la Compañía Andina comenzó
a desear continuar con una vida militar. A Dorisa le habían detectado tumores y la
operarían en julio, así es que era necesario que ella dejara de trabajar cuanto antes.
Pedro se veía contento en el regimiento y no decía que sufriera por los métodos
con que se enseña disciplina a los soldados. No obstante, su madre lo notaba más serio,
como si en las escasas semanas que logró vestir el uniforme se hubiese transformado en un hombre. Quería seguir adentro y eso era lo que más le contaba a su familia, cuando lo iban a ver los fines de semana en el regimiento angelino y lo que les recalcó en la única visita que les alcanzó a hacer en Nacimiento.
Ese último fin de semana aprovechó de recorrer. Tras la simbólica entrega de
armas, Dorisa se enteró que su hijo partiría a la cordillera. Pedro fue a su casa y aunque
quiso ir a ver a su hermana, se arrepintió y esa tarde de viernes prefirió quedarse
con su mamá. Al día siguiente fue donde Delina y ambos compartieron en la casa de
los suegros de ella. En la tarde regresó y los últimos instantes antes de retornar al
regimiento los pasó jugando fútbol con sus amigos. Mientras, Dorisa le tenía su ropa
limpia y planchada, lista para que se la llevara a Los Ángeles. En la mochila le puso
harina tostada y pan amasado, pero Pedro le pidió que sacara el pan, “no me echís na’
pan porque nos revisan la mochila, nos molestan y no me dejan entrar”, le explicó.
Se fue. Y ella volvió a verlo el martes siguiente, cuando le llevó algunas cosas
para que se llevara a la campaña en Los Barros. Ese día, que llovía estrepitosamente
y hacía frío, Dorisa fue hasta la guardia del regimiento y se encontró con el suboficial
Arancibia.
-¡Qué se anda mojando por aquí señora!
-Vine a dejarle unas cosas a mi hijo para que se las lleve a la montaña.
Lo fueron a buscar. Tardó algunos minutos, porque se encontraban en unos
ejercicios.
-Mamá, mañana nos van a llevar para arriba, nos vamos a la cordillera.
-Hijo cuídate.
-Sí mamá, me voy a cuidar porque tengo que llegar a pedir permiso para cuando
te operen. Nos vemos el 18 de mayo, porque tengo que desfilar el 21.
Se despidieron.
Nunca más lo vio con vida.
Quince días después de la despedida en el regimiento, Dorisa se despertó con un
sueño extraño. Mientras dormía soñaba con Pedro vestido de blanco, contento jugaba
tirándose arriba de unas camas con ruedas. Ella lo prevenía que quedarían encerrados,
porque se trancaría la puerta de la pieza. No le hacía caso, le aseguraba que no pasaría
nada y seguía jugando a deslizarse en las camas.
Ya durante el día, mientras estaba con su sobrina de visita en Los Ángeles,
Dorisa se agachó a recoger algo que se había caído y una fuerte punzada en el pecho le
dolió hasta llenar de lágrimas sus ojos. Agudísima, sintió como si la hubiese lastimado.
Pero prefirió no decir nada y todo ese raro día adquirió sentido cuando por la tarde vio
en las noticias que algo había pasado en Antuco.
De inmediato se fue al regimiento a preguntar qué ocurría, pero al igual que al
resto de las madres a Dorisa no le fue bien en su averiguación. Peor aún, por ser de la
Compañía Andina le aseguraban que su hijo se encontraba en perfecto estado de salud.
Pero ella no se convencía. Sólo a las cuatro de la madrugada del jueves 19 optó por irse
a la casa, a “descansar”, aunque lo que menos pudo hacer fue dormir. Al par de horas ya
había enfilado nuevamente para el regimiento a continuar con la asfixiante espera y a
mirar desesperadamente las listas con los nombres de los soldados vivos, saber de los
que regresaban y de los que se mantenían en Los Barros. Su hijo, el andino, no figuraba
por ningún lado.
De Pedro supo recién el viernes cuando apareció en la lista de los dispersos.
Esa misma tarde, Cheyre se encargaría de terminar con cualquier esperanza y anunciar
a los padres la más dura de las realidades: sólo un milagro tendría con vida a los hijos
desaparecidos.
A la semana siguiente recién vinieron a encontrarlo. Se lo entregaron diez días
después; el mismo 28 de mayo de muerte para ella, para la familia de Julio Renca y del
soldado antiguo Rubén Reyes. Familias que fueron socavadas desde sus cimientos y
que, unidas por la muerte, optaron por continuar con el clamor de justicia todos los días que sucedieron a ese mayo maldito.
Son estas mismas familias las que volvieron a reunirse un año después. Y
juntas permanecieron en la vigilia al cumplirse el primer fatídico aniversario. El mismo
escenario, que un año antes les marcó de angustia y muerte, se iluminó ahora con la luz
de las velas encendidas frente al retrato de cada uno de los soldados muertos.
A Dorisa la vida se le tiñó de negro y hasta ahora los días carecen de sentido.
La resignación toma su tiempo, si es que llega algún día, porque ella todavía la siente
lejana. Y en el amanecer frío y con viento de este nuevo 18 de mayo, no puede menos
que sentir rabia y dolor, porque a su hijo le llamaron héroe y para ella no es más
que un mártir; porque cuando fue a Santiago vio a Cereceda impasible escuchando su
sentencia de cinco años; porque mientras ve cómo amanece un año después, no está
Pedro y mientras ella protesta con rabia y dolor en la guardia del regimiento angelino,
la bandera se alza en pleno hacia el cielo, desafiando con ese gesto a las decenas de
familiares que, como ella, han permanecido en vigilia y que esperaban como mínimo
gesto, una bandera a media asta en este primer funesto aniversario. Pero qué más da.
En medio de este viento que arrecia vendrán una y otra vez, los meses, los 18 de mayo
y sus años y su Pedro de Dios ya no regresará nunca más.