39. Fredy Alejandro Montoya Fica

Relato basado en el testimonio de su madre Rosa

Fredy Alejandro Montoya Fica

Fredy Alejandro Montoya Fica

Rosa tiene veintiocho años y hace tres se casó con Oscar. La vida en conjunto
iba bien, su marido contaba con un buen empleo en la fábrica de Laja, pero ella sentía
que le faltaba una pata a la mesa para quedar completa. Y es que los intentos por quedar embarazada habían sido totalmente infructuosos. La pata que iba faltando era que, ya con algunos años de matrimonio, todavía no podían tener un hijo.
Pequeña, Rosa se mueve diligente en casa de su patrona. Mientras no tiene
hijos que cuidar aprovecha de trabajar en lo que se pueda. Su patrona la trata bien, pero ella sabe que ese buen trato se lo ha ganado por su trabajo y dedicación.
Las cosas van relativamente tranquilas en su vida que transcurre en San
Rosendo. Claro que constantemente está viajando en tren hacia Concepción, ciudad en
la que se hizo un tratamiento médico para lograr tener un hijo, cuestión que hasta la
hora cree imposible.
Fue así como pasaron los meses y de pronto comenzó con los malestares
propios de un embarazo. Pero antes ya le había ocurrido, así es que prefirió no hacerse
ilusiones. Su patrona se dio cuenta de lo que sucedía. Un día, ordenando las cosas de
la casa, vio un antiguo cuadro en que sale la clásica imagen de la Virgen del Carmen,
luciendo como Patrona del Ejército y vistiendo sus atuendos de color café. La imagen
suele ser llevada también por los militares católicos del país en un escapulario que
cuelgan a su cuello y mantienen bajo sus estrictos uniformes.
-Señora, qué lindo ese cuadro.
-¿Te gusta Rosa? Era de mis abuelos. Mira, si estás embarazada te lo regalo
para que lo pongas en el dormitorio de tu hijo.
La joven la miró tímidamente.
-Muchas gracias señora. Si le tengo buenas noticias le aviso, le dijo, sin lograr
evitar sonrojarse por su ansiada maternidad.

Rosa volvió a la realidad con un suspiro de nostalgia. Habían pasado dieciocho
años desde el episodio vivido con su patrona y que ahora recordaba en un pequeño
dormitorio de la casa en San Rosendo, lugar en que el cuadro de la Virgen del Carmen
luce a la cabecera de la cama de Fredy, el único hijo que la vida le había regalado.
Esos eran otros tiempos. A mediados de los ochenta la vida era un paraíso
prometedor al lado de su querido Oscar. Y luego del ansiado hijo, todo pareció ir sobre
ruedas en su vida, hasta que Oscar perdió el trabajo en la fábrica y se vio obligado a
laborar en la ardua tarea de cambiar rieles de la línea férrea. Lluvia y calor, soportados
a la intemperie eran cuestiones cotidianas para su esposo, que se había transformado
en un hombre fuerte. En tanto ella, de naturaleza delicada, había volcado toda su
dedicación a su hijo y también a su sobrino Alexis, que criaba con esmero. Ambos se
querían como hermanos y compartían desde pequeños.
Pero ahora se habían separado y Alexis había vuelto a su hogar. Rosa recordaba
entre risas las historias de colegio de los chicos, como cuando debieron esperar horas a
que llegara el entonces presidente Eduardo Frei al pueblo. Los niños lo grabarían como
parte de una actividad extraescolar y aguantaron, con corbata, horas de sol abrasador
todo para grabar la primicia. Una vieja foto del álbum familiar los muestra totalmente
impacientes. Rosa no puede evitar esbozar una sonrisa, aunque su corazón está triste.
Fredy había salido del colegio el año anterior con tan sólo diecisiete años y
la especialidad de electricidad bajo el brazo. Fue un buen alumno del Liceo Héroes de
La Concepción de Laja y así lo recordarían para siempre sus profesores. Pese a eso, no
quiso seguir estudiando. Quería trabajar para alivianar la carga de su padre, porque
veía cómo su viejo llegaba día a día, año tras año, con la espalda destrozada por el
esfuerzo físico que le demandaba el trabajo en la línea férrea.
No quiso seguir siendo mantenido, así es que hizo sus maletas y se fue a trabajar
de guardia en una empresa que quedaba en San Pedro de la Paz, mientras vivía con la
familia de su padrino en Concepción. San Rosendo le quedaba cerca, las distancias en
el ferrocarril parecen disminuir y sus padres lo llamaban casi a diario para saber cómo
estaba o cuándo viajaría.
Así partió desde el hogar, primero trabajando y ahora en el regimiento. Rosa
intuía que las cosas iban a cambiar con el servicio militar. La primera desazón se la llevó
cuando supo que no podría llamarlo por teléfono a diario. Los Ángeles estaba mucho
más cerca que Concepción, pero ella lo sentía más lejos que nunca. Había rogado para
que no lo dejaran en el servicio y su oración tenía un asidero real: su hijo usaba lentes
de contacto, razón que a ella le parecía más que suficiente como para que no quedara
adentro. Pero en la revisión médica, los militares a cargo no se dieron cuenta que Fredy
tenía problemas a la vista.
-¡Quedé nanita, quedé!
Ni él mismo lo podía creer. Había pasado la revisión del médico y ahora debía
enrolarse para el ejército en la Compañía de Morteros. Estaba feliz. Su madre tampoco lo podía creer, pero lo suyo era una especie de desolación. No pudo evitar las lágrimas.
Fredy se fue.
Ahora que se encuentra ordenando la ropa de su hijo, piensa en todas las veces
que lo fue a ver los domingos de visita. Siempre con una sonrisa amplia en su rostro
moreno, la esperaba para contarle sus aventuras. No lo pasaba mal en la instrucción
militar. Al parecer, el tiempo que trabajó de guardia lo ayudó a soportar de buen grado
la disciplina y a llevar altivamente el uniforme verdoso.
El último fin de semana lo pasaron en el campo. Ahí supieron que Fredy era
capaz de manejar la camioneta. Había aprendido solo, ayudado por un juego que se
compró con uno de sus últimos sueldos y que traía manubrio, pedales y cambios, con
los que asimiló lo básico para conducir un automóvil. Esos últimos días de su vida los
pasó con toda su familia, llevando a su madre de un campo para otro, aprovechando de
saludar. O bien, de despedirse antes de su partida.
Pero eso no lo sabía Rosa, que planchaba en el dormitorio los pantalones
de Fredy, que ahora andaba más lejos que nunca, por allá por la cordillera, cerca de
Argentina. Había tenido que comprarle varias cosas para que no pasara hambre ni frío
en Los Barros, cosas que había ido a dejarle el día antes que se fueran.
Ese viernes 5 la llamó desde un celular que un militar le prestó en el regimiento,
pero al que debía pagarle la llamada. Así es que la conversación fue breve. El problema
es que ella iba llegando a Concepción a hacer unos trámites.
-Hola mami, me faltan unas cosas, ¿me las podís venir a dejar?
-Fredy, estoy en Concepción, ¿qué es?
Pero el hijo habló tan rápido que la madre sólo logró entender algunas cosas.
Las compró por allá y se volvió en el primer bus que encontró hasta Los Ángeles. Ya
estaba oscuro cuando logró llegar al regimiento. Fue a la guardia y pidió hablar con su
hijo. Demoraba y ella estaba preocupada por la hora, temía perder el último bus hacia
San Rosendo. De repente sintió el tranco. Era él.
-¡Nanita, viniste!
-Sí, ¿cómo estás?
-Bien, preparándonos para irnos mañana, por fin parece que voy a conocer la
nieve.
-Qué bueno hijo, aquí están tus cosas.
Era una linterna más grande que la que había llevado antes. Él bromeó, porque
ahora parecía que “iba a cazar conejos”. Su madre le entregó también un cortaplumas,
un tenedor, un cuchillo y un plato de loza. Fredy no aguantó la risa.
-¡Un plato! Mami, ¿para qué me trajiste un plato? Con este plato no llego ni a
la esquina antes que se me rompa.
-¿Y qué me pediste entonces?
-Mami, era un blo-quea-dor, esa cuestión para que los labios no se quemen con
la nieve.
Se reía a carcajadas de su mamá. Rosa se sentía un poco confusa, porque no
había entendido lo que le pidió por teléfono. Apenas le escuchaba. Sí se acordó de
llevarle cajas con golosinas y chocolates, algunos de los cuales llegaron de vuelta de la
travesía.
-Mami, toma un colectivo para el terminal porque dicen que por aquí es medio
peligroso.
-Bueno hijo, que te vaya bien a ti en la cordillera.
-Nana, ¿tenís unas moneditas que me dejes?
-No tengo sencillo. Sólo estos diez mil, así es que cuídalos bien porque no
tengo más.
-Gracias nani, hasta la vuelta.
Le dio un beso.
-Llámame cuando lleguen arriba.
-No creo que pueda porque dicen que de allá no hay comunicación para acá.
Rosa no puede evitar estremecerse al recordar la despedida de su hijo. Habían
pasado tantos días, trece, pero parecen una eternidad. El jueves deberían llegar, eso le
dijo el militar que estaba en la guardia, cuando esa mañana del lunes 16 de mayo no
aguantó más y fue a preguntar. Los Ángeles estaba tan gris esa mañana, el día tan frío y
las calles tan solitarias, que algo se movió en su corazón. Entonces fue a preguntar por
los soldados en la campaña. Le dijeron en el regimiento que no se preocupara porque
los niños estaban bien, bajarían el miércoles 18, pero lo más seguro es que tuvieran
que quedarse en la unidad hasta el día siguiente, el jueves 19. Al mediodía les darían
permiso. Y el fin de semana largo estarían en casa.
Por eso, Rosa estaba alistando la ropa de Fredy. Ya había arreglado el dormitorio
de su hijo. La Patrona del Ejército lucía como siempre a la cabecera de la cama. Ahora
más que nunca cuidaba de su hijo que integraba las filas de la institución armada.
De pronto, Rosa se ve forzada a salir de sus pensamientos. Un golpe urgente
en la puerta de la casa la despierta de sus recuerdos. Quien quiera que sea es muy poco
prudente para golpear, sobre todo considerando que ya está oscuro afuera. Sintió un
poco de temor. Fue a ver quién era. La señora que hace las tortas urgía a que le abriera,
Rosa no recordaba haberla llamado.
-Señora Rosa, ¿no está viendo la tele? Mi hijo se acordó que el Fredy está
haciendo el servicio…
No entendía nada. La mujer se atropellaba al hablar.
-¿Qué pasó?
-Hubo un accidente en Los Barros, ¿no lo sabe? En la tele está saliendo, parece
que se volcó un camión.
-¡Dios mío, Fredy!
A la media hora Rosa estaba con su esposo, tomando un bus hacia el regimiento.
Apurada, sólo logró tomar un chaleco y partir desafiando la lluvia que caía insistente
sobre San Rosendo.
En el gimnasio militar lo único que logró fue aumentar su confusión. Nadie
daba razones ni le decían qué había sucedido con su hijo. Era tanta su angustia que no
se percató cómo pasaban las horas y los días. Entre cafés, oraciones y sollozos de los
padres pasaban los minutos en la asfixiante atmósfera de la espera.
Sorpresivamente, escuchó una apremiante voz que le dijo: “Anda”. No supo
quién le hablaba, así es que le contó a su esposo que saldría del gimnasio a caminar un
poco. Estaba lleno de gente afuera y todavía no se sabía a ciencia cierta lo ocurrido con
los soldados. Estaba tan confundida que ni siquiera sabía qué día era. Caminó hasta
que se encontró con un camión grande y una pantalla inmensa. Por un impulso que
no entendía le tomó el pantalón a un señor muy alto que se encontraba de espaldas. El
hombre se dio vuelta y ella lo reconoció como Pavlovic, el periodista del parche.
-Perdone mi imprudencia, pero escucho una voz que me llama.
-Señora, ¿qué le pasa?
-Tengo a mi hijo arriba y no sé qué es lo que pasará, porque no nos dicen nada,
que están dispersos… no sé.
-Señora, los 45 soldados que estaban arriba están muertos. Digan algo, empiecen
a hacer cualquier cosa, porque si no, no se los van a querer traer de arriba.
Las palabras del hombre tuvieron un eco insospechado haciéndola despertar
de su letargo agónico. Con una energía inusitada empezó a gritarle a los padres que
los hijos estaban muertos; traspasó la guardia de seguridad apostada con carabineros y
militares al ingreso del regimiento y llegó hasta el fondo de la unidad militar, gritando
a todo pulmón.
-¡Hijo, si estás aquí dame una señal, si estás muerto yo te recibo como estés,
pero ven! ¡Si estás muerto, yo sabré como te llevo!

Rosa pensaba que su hijo estaba ahí y nunca le quedó claro si eso fue así, porque
Fredy fue de los primeros soldados que se velaron. En medio de su loca carrera, Rosa
encontró al general Cheyre. Recuerda que estaba en el comedor tomando café con
algunos oficiales. Lo increpó.
-¡Déjese de mentir, porque acaban de decirme la verdad! ¿Por qué no los traen
desde arriba, cómo no van a saber dónde están?
-Señora, así de esa forma no nos vamos a entender.
-Y de qué forma quiere que nos entendamos si usted se esconde.
Sintió una impotencia tan grande, que agarró al general de la solapa y le gritó
en su cara.
-¿Acaso usted no tiene hijos? ¡No sabe lo que es tener un solo hijo! Y usted no
nos quiere dar la cara donde hay 45 muertos. ¡Diga mejor que hay 45 jóvenes muertos!
¡Acaban de decírmelo en mi propia cara! ¡Para qué me engaña!
Y aunque hasta la hora se sorprende de su reacción, Rosa Fica le dijo:
-General, no sea maricón.
Miró a la pequeña y furibunda mujer. Salió y le dijo que con insolencias no se
iban a entender. Le preguntaron si quería que le colocaran calmantes.
-¡Déjense de su hueváde darme tantos calmantes! Me quieren matar al igual
que mi hijo. ¿Para qué nos siguen mintiendo?
-Tome agua señora.
-No quiero el agua de ustedes, quiero la de la llave, pero antes me enjuagan bien
el vaso.
Rosa estaba segura que les daban calmantes en el café y en el agua que les
servían a los familiares. Se quedó a la espera y después Cheyre reconoció las muertes.
Su hijo Fredy venía en el listado. Ya no había nada más que hacer.
Al igual que el resto de sus compañeros, tuvo un concurrido funeral. Su madre
determinó que descansara en la localidad de Rere, porque sus ancestros ya permanecían ahí. Ahora no hay día que Rosa no piense en él y que sueñe que, en cualquier momento, regresará de la cordillera. Con la muerte de Fredy siente que le arrancaron de raíz todas las ganas de vivir. Ahora el vacío no lo llena nadie. Por eso, Rosa prefiere sumergirse en sus recuerdos cuando logra estar despierta y sustraerse del efecto de los fuertes medicamentos, que le receta su siquiatra, para que la vida no se le haga tan dura.
La madre sueña con que el soldado entrará, con su sonrisa amplia y sus ojos
risueños, a jugar con sus cosas y a entretenerse en su dormitorio. Por eso, pese a que
ya han pasado meses de su partida, Rosa limpia todos los días la pieza. Ordena la ropa
y no ha botado nada para quedar por siempre con el recuerdo de Fredy. O por si éste
regresa. Sus cosas están intactas, incluso el cuadro con la imagen de la Virgen del
Carmen, Patrona del Ejército, permanece a la cabecera de la cama -velando inútilmente el sueño de quien ya no duerme más ahí- con su eterna promesa de proteger a quienes han optado por vestir de por vida, el verde opaco de los uniformes militares.

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