Relato basado en los testimonios de su madre María y de su padre José
Andrés se fue con las manos sucias.
Eso es lo primero que recuerda su madre cuando en sus largas tardes de trabajo
como nana, queda a solas en la enorme casa de sus patrones, al interior de un exclusivo
condominio angelino. La pérdida del mayor de sus hijos dejó a María en medio del
desconcierto, luego de lo cual vino la depresión que combatió con el retorno al trabajo
tras sólo dos semanas de estar sumida en la desesperación. El dolor va cambiando de
intensidad y de tonalidades, pero todavía se manifiesta cuando ve la foto de su hijo o
cuando relata algunos de los momentos que vivieron juntos en familia.
O cuando recuerda sus manos.
Luciano Andrés nació en San Bernardo, en la Región Metropolitana, al igual
que su hermano menor, José Miguel. Por el embarazo de Andrés -como ella le llama-
María se vio obligada a escapar de su casa en el sector rural de La Aguada, cercano al
Salto del Laja. A sus veintiséis años pololeaba con José Fuentes, un joven que trabajaba
en la capital, pero que iba a ver a su familia al campo en la Región del Bío Bío. De
hecho, ambas familias tenían un nexo bastante cercano porque los padres de José eran
padrinos de ella.
Al saber que estaba embarazada optó por irse a vivir con él, bajo el pretexto
que iría a trabajar a Santiago. Su madre aprobó la decisión de emigrar porque ambas
temían la reacción del padre al conocer que su hija soltera estaba esperando un niño.
Fue así como Luciano nació en Santiago, donde residió gran parte de su vida.
Unos cuatro años después la familia recibió con alegría la llegada del segundo hijo. Sin
embargo, un suceso cambiaría radicalmente los destinos que hasta entonces habían
construido.
Tras salir de su turno de noche como ayudante de maestro de cocina, José
llegaba a eso de las dos de la mañana a su casa. Se había dormido en la micro que lo
transportaba y debía bajarse en Gran Avenida. Cuando descendió del bus no se percató
que un vehículo transitaba por la arteria, impactándolo de lleno. Fue rápidamente
trasladado hasta el hospital, donde permaneció cinco días en estado de coma. Sus
documentos se habían extraviado en el traslado de una unidad de emergencia a otra,
por lo que durante esos cinco días su familia no supo absolutamente nada de él, hasta
que salió de su inconciencia. Sus hijos tenían por entonces seis y dos años.
Las consecuencias del accidente no se hicieron esperar, dejándolo en una
repentina invalidez que los obligó a cambiar los roles que hasta entonces tenían como
matrimonio. Mientras él se quedaba en casa, ella salió a trabajar. La pensión asistencial
que le daban a José no alcanzaba para mantener a la familia y era preciso que la madre
trabajara. Pero el proceso no fue inmediato, ya que pasaron varios meses antes que el
padre pudiese acostumbrarse a vivir con su nueva condición, periodo en que debieron
separarse de los niños.
Mientras el menor se quedaba en Santiago, a Luciano lo enviaron hasta la casa
de sus abuelos maternos, en La Aguada. Fueron casi dos años en los que el mayor de
los hijos debió habituarse a vivir al ritmo del campo y asistir a clases en el colegio más
cercano, porque ya tenía la edad para comenzar su enseñanza básica.
María recuerda que este tiempo fue difícil para Luciano y a pesar que se lo
llevaron después de regreso a Santiago, siempre les recordaba que lo “habían separado
de la familia”. Su madre también piensa en lo difícil que fue para el niño aceptar que
su padre se encontraba inválido, porque desde pequeño eran compañeros de juego: con José salía a pasear, a jugar a la pelota, a viajar por el campo.
Las cosas se dificultarían para la familia con el paso de los años. Cuando
Luciano entraba a la adolescencia sus padres decidieron separarse. Durante ese tiempo residieron en Chillán, donde el mayor de los hijos cursó los primeros tres años de su enseñanza media. Tranquilo, el joven se había transformado en un estudiante destacado y responsable, cuyas calificaciones lo hacían merecedor de becas y distinciones.
El último año del liceo lo hizo en Santiago. Luciano se fue a vivir con su padre
a la capital, una vez que el matrimonio con María terminó. Ella retornó a su casa en La
Aguada.
Su padre guarda recuerdos de un hijo tranquilo, a quien prácticamente debía
obligar a salir a la calle, porque se quedaba quieto durante horas, mirando la televisión.
No obstante, desde pequeño demostró afición al trabajo y, mientras vivía en Santiago,
iba a un supermercado cercano a su casa a trabajar de “lorito” o empaquetador durante
largas jornadas.
Luciano terminó su enseñanza media con la Beca Presidente de la República y
pese a haber estudiado en un liceo industrial -donde siguió la especialidad de mecánica
automotriz- logró un buen puntaje en la Prueba de Selección Universitaria, PSU, los
que eran suficientes para postular a la carrera que anhelaba, ingeniería en mecánica.
Sin embargo, no pudo cumplir con su sueño. A pesar que su puntaje era bueno, no fue lo
suficientemente alto como para seguir estudiando con becas en la educación superior.
Con las esperanzas deshechas terminó la práctica profesional de su especialidad
en un taller automotriz, hizo las maletas y emigró al campo donde vivían sus abuelos y
su madre en La Aguada.
No era la primera vez que no podía cumplir con lo que quería. Había intentado
ingresar a la fuerza aérea, pero su condición física se lo había impedido, no pudo aprobar el examen de rendimiento que le exigían. Su madre recuerda que el joven era bastante bueno en los estudios, pero “un tanto pesado” para moverse.
Por eso el servicio militar se transformó para Luciano en una buena forma de
mejorar su condición física, con el objetivo de dar nuevamente el examen de admisión
para la fuerza aérea. No se rendía fácilmente.
Mientras soñaba con esta posibilidad, el joven vivía tranquilamente en el
campo, ayudando a sus abuelos a sembrar la tierra. María no podía creer cuando veía
al mayor de sus hijos junto con su abuela en medio de los pastos, sacando malezas,
aporcando los porotos. Hacían competencias con su hermano José Miguel -que también se había ido a vivir al campo-, para ver quien era más rápido ayudando en las labores campesinas. Atrás quedaba el joven santiaguino que apenas salía de la casa. Luciano se estaba transformando en un hombre que disfrutaba de la vida rural.
Así fue pasando el tiempo, mientras José Miguel continuaba con sus estudios,
Luciano ya había conseguido trabajo en el aserradero de Bucalemu. Cumplió con las
extenuantes jornadas de obrero durante dos meses y medio, hasta que salió llamado a
cumplir con el periodo de instrucción militar obligatoria.
Estaba nervioso el día que su madre lo fue a dejar al regimiento angelino para
que iniciara su servicio militar. Era responsable y ordenado, pero no estaba seguro
que le fuera a gustar la disciplina que imponía el uniforme y los mandos. Su objetivo
principal era terminar el servicio, mejorar su condición física e ingresar a la fuerza
aérea. Sin embargo, el sistema le agradó. Tanto así que su madre lo vio muy contento
todos los domingos que fue a visitarlo al regimiento con José Miguel. Había ingresado
a la Compañía de Morteros y ya pensaba en dejar de lado el sueño por el que había
ingresado y postular a la escuela de suboficiales. Su madre le dio el dinero para comprar el prospecto, pero no alcanzó a hacerlo. María lo recibiría de vuelta, poco después.
De lo único que se quejaba Luciano en las visitas era de los castigos que como
compañía debían soportar. María recordaba que desde pequeño en el colegio siempre le pasó lo mismo: por ser de un carácter tranquilo debía soportar las sanciones aunque el error lo hubiera cometido otro.
-No es justo. Resulta que son unos pocos los que no cumplen, pero nos viven
castigando a todos.
Fue en esas visitas cuando María se percató que su hijo lucía sus manos sucias.
Las uñas negras con tierra. Le llamaba la atención, porque ni con el trabajo del campo
ni con el del aserradero, había visto las manos de Luciano de esa manera.
Le daba pena verlo así. Y más pena le dio cuando su hijo le contó resignadamente
y sin un asomo de enojo, que los ejercicios de arrastrarse en la tierra bajo unos alambres, lo tenían con las uñas condenadas a no lucir limpias. Luciano le contaba que con esos ejercicios el uniforme terminaba negro y la cara oscura de tanto comer polvo. Para ella no era difícil imaginar cómo su hijo se esforzaba por cumplir bien lo que le pedían y también por lo que él anhelaba, hechos que marcaban muy bien el carácter del joven desde que era pequeño.
Pronto llegó la entrega de armas y María pidió permiso en su trabajo para que
la dejaran asistir a la ceremonia. Su hijo se veía feliz, orgulloso de portar su fusil. Una
vez de franco, ese fin de semana, partió donde los abuelos a reunirse con el resto de la
familia. Su madre llegó al día siguiente, una vez que le dieron libre.
Ya el sábado ella se sorprendió de no encontrar a nadie esperándola cuando
se bajó del bus que la trasladó desde Los Ángeles a La Aguada, porque esperaba ver
a cualquiera de sus hijos ayudándola a cargar con sus paquetes. Una vez que partió el
bus y cuando se había resignado a caminar sola, vio a Luciano sonriéndole. No lo había
conocido. Es que el joven quiso darle la sorpresa de ponerse el uniforme especialmente
para ir a buscarla.
De ese fin de semana no quedan muchos recuerdos, porque todo se vuelve
luego una pesadilla. Luciano se fue a su primera campaña sin haber conocido antes la
nieve y con una mínima experiencia en campamentos.
“Lo raro es que nunca tuve algún tipo de presentimiento”, dice María al relatar
lo que le sucedió a su hijo. Fue tanta su incredulidad que hasta que no lo vio regresar
muerto, pensaba que él se había salvado. No podía creerlo. La primera vez que escuchó
la noticia sobre lo ocurrido en Antuco, no quiso avizorar la posibilidad que a su hijo
le hubiese pasado algo. Ni siquiera fue al regimiento a preguntar. Y cuando trataban
de hablar sobre el tema con ella, María pensaba que estaban jugándole una broma. Su
hijo menor y sus hermanos fueron hasta el gimnasio militar a tratar de averiguar qué
ocurría, pero ella no fue ninguno de esos días hasta el viernes por la noche, cuando
definitivamente supo que los del listado de desaparecidos estaban todos muertos. Ni
siquiera con eso se convenció.
-Hasta el momento en que me lo trajeron yo tenía la esperanza que él estuviera
vivo.
Pero la realidad se tornó concreta con el relato que José Miguel y un hermano
de ella le hicieron entre lágrimas. Ambos habían ingresado “a la mala”, escondiéndose
de los militares, hasta el patio interior del regimiento, donde vieron cómo llegaban
los camiones con los cuerpos congelados. Era viernes por la noche y José Miguel vio
a su hermano Luciano muerto por el frío, los ojos aún abiertos por la esperanza de
encontrar algún refugio en medio de la tormenta en que se fue.
María no entiende cómo José Miguel tuvo la fuerza de mirar de frente la
muerte de su hermano, antes que prepararan el cuerpo para el velatorio. Cuando entre
lágrimas le contaron que habían visto a Luciano, recuerda que enloqueció, pese a que
su patrona -de profesión médico- le había suministrado calmantes antes que se fuera al
regimiento. Debieron llevarla al hospital.
Su propia odisea debió vivir José. Estando en Santiago se enteró de la noticia
y trató por todos los medios de trasladarse de inmediato hasta Los Ángeles. Pero su
angustia tocó fondo cuando -sumado a la dificultad de movilizarse solo en silla de
ruedas- no encontró pasajes para viajar, porque la llegada de un fin de semana largo
los tenía agotados. Con la fuerza que le daba estar pasando por una de las peores
experiencias de su vida, fue a exigirles a los militares que buscaran alguna manera
de trasladarlo hasta Los Ángeles, primero para saber qué pasaba con su hijo y luego,
únicamente para participar de su despedida.
Luciano tuvo el funeral con los primeros soldados que fueron despedidos,
rito en el que participaron todas las autoridades del país, incluido el Presidente de la
República. Pero a María nada de eso le importó. Sólo guarda en su corazón el tibio
recuerdo de los aplausos espontáneos que la masiva concurrencia al funeral les entregó a los soldados muertos, cuando comenzaron a trasladarlos en sus uniformadas urnas hasta cada uno de sus lugares de velatorio.
A Luciano lo trasladaron hasta La Aguada, lugar en que lo velaron. Y luego lo
llevaron hasta Los Ángeles. Pero su madre no quiso que lo sepultaran en el Cementerio
General, donde descansan una decena de soldados, sino que optó por llevarlo hasta el
camposanto católico. Tuvieron sus diferencias con José por este tema, pero la madre
quiso que Luciano descansara junto a su tío Raúl, que era su padrino y con quien
mantenía una relación muy cercana hasta que partió también de forma abrupta.
Raúl Leiva falleció a sus 28 años y exactamente diez años más tarde, lo hacía
su sobrino Luciano. María no encontró mejor lugar para que su hijo descansara en paz,
acompañado también por quien no tuvo tiempo de despedirse. Y aunque el dolor se
ha ido mitigando con el paso del tiempo, todavía la mujer se conmueve en su interior
cuando recuerda lo que para ella es un signo del carácter esforzado y luchador de
Luciano: las manos sucias de su hijo.