37. Lizardo Antonio Garcés Forquera

Relato basado en los testimonios de su madre Ana y de su padre Marcelino

Lizardo Antonio Garcés Forquera

Lizardo Antonio Garcés Forquera

Lo que más recuerdan los padres de Lizardo Antonio Garcés Forquera, es
el buen humor que tenía cuando niño. Siempre los hacía reír con alguna travesura,
pregunta o bien, cuando salía con sus inocentes ocurrencias. Para entonces y por largos años fue hijo único del matrimonio; después vendrían otros dos hermanos, Maira y Esteban.
Lizardo era el compañero de labores inseparable de su padre Marcelino,
“salíamos para el cerro, me lo echaba al hombro e íbamos lejos viendo los animales”,
comienza diciendo el hombre moreno, de mediana edad y cuyo rostro guarda una leve
semejanza con el del padre deshecho que retrataron los fotógrafos para la ceremonia
en que se velaron a las trece primeras víctimas de Antuco.
Cuando Lizardo era apenas un niño, la joven familia vivía en Cañete a orillas
del Lago Lanalhue. El matrimonio provenía de familias ancestrales, cada una con una
docena de hijos, entre los cuales estaban Marcelino Garcés y Ana Forquera. Su vivienda colindaba con las aguas del lago, sector de gran atractivo turístico y donde Marcelino trabajaba cuidando una serie de casas a la orilla de la playa.
“Salíamos a la playa con el hijo, era bueno para el agua y como los ricos
tenían lanchas y le tenían rebuena, entonces salían porque él era querendón… Cuando
llegábamos por ahí, la gente lo quería, no molestaba a nadie, era súper tranquilo, siempre en la casa, salía a andar con sus amigos y volvía luego, pero nunca nos pidió permiso para ir a alguna disco, nunca. Incluso en la escuela cuando estaban aquí siempre hacían fiestas, pero no iba. Es que estaba acostumbrado a otra cosa, veía monitos en la casa o salía a andar en bicicleta con su amigo”.
El joven se había acostumbrado a la vida en el campo, a pasar sus días entre
caballos y bueyes, carretas y sembradíos, “no le gustaba el pueblo” asegura su padre,
pese a que con los años debieron cambiarse a vivir cerca de la ciudad, en Los Ángeles,
donde a Marcelino le ofrecieron trabajo como lechero.
Así fue que Lizardo terminó sus días siendo un estudiante del Liceo Don
Orione de esta ciudad, donde seguía la especialidad de mecánico, con el claro objetivo
de transformarse en ello a la hora de egresar del liceo. Sin embargo, la vida diría otra
cosa: se inscribió en el servicio militar y salió seleccionado para ingresar al Regimiento
Reforzado Los Ángeles, en la Compañía Andina. No tenía ninguna aspiración de
convertirse en militar, pero dado que había salido llamado, no había modo de contradecir lo que era un mandato por ley en el país.
Una vez adentro se motivó para seguir con la carrera de las armas. Su principal
sueño era ganar dinero para vivir con sus padres y comprarles una casa, lo que se
cumpliría poco después, pero Lizardo ya no estaría para verlo.

Cuando ustedes iban de visita los fines de semana ¿les contó cómo estaba
en el regimiento?
“Nunca nos contó nada malo. Nunca nos dijo que lo trataran mal o que las
comidas fueran malas. Siempre bien. Por eso no se quería salir, porque lo trataban bien
y estaba contento adentro. A su madre le dijo que había otros niños a los que trataban
mal, pero a él no”.

Durante el fin de semana después de la entrega de armas, Lizardo fue a casa.
Serían los últimos días en esa vivienda, antes que los Garcés Forquera se mudaran al
campo en Pedregal a comienzos del mes de mayo, y luego, se cambiaran definitivamente a su casa propia en un campo a la salida de Los Ángeles. Ninguna de las dos viviendas las alcanzó a conocer Lizardo, quien ese último fin de semana aprovechó para salir a andar en bicicleta con su amigo David y compartir con sus hermanos.
Sobre esos días y los malos augurios que los antecedieron, Marcelino recuerda
que su esposa Ana tuvo algunos presentimientos a los que él no les hizo mucho caso.
“Un día se soñó con él, lo veía vestido de blanco que llegaba a la casa, ‘anda a verlo
al regimiento, no le habrá pasado algo al chiquillo que me soñé con él de blanquito
anoche’, me dijo ella y yo no quise ir, porque decían que arriba estaban bien… cuando a
los dos o tres días sale por televisión lo que había pasado”.
Pese a que la espera para ellos duró poco en comparación a otras familias,
Marcelino cuenta que fueron pésimos esos momentos, porque guardaban esperanzas
ciertas que Lizardo llegara con vida, dado que en el regimiento insistían que la
Compañía Andina estaba bien y andaba con los equipamientos necesarios para los
ejercicios cordilleranos. Los anhelos se terminaron con las palabras de Cheyre sobre
los 45 conscriptos muertos. El soldado llegó esos mismos días, estuvo en la ceremonia
fúnebre con el Presidente de la República y luego de eso su cuerpo fue trasladado hasta Cañete, lugar en que le hicieron sus últimos responsos, para finalmente sepultarlo allí.

¿Cómo lo ha hecho su familia para seguir durante este periodo de duelo?
¿Han estado con sicólogo?
“Fuimos dos veces al regimiento, porque la hija fue la más afectada. Todavía lo
echa de menos todas las noches. Ella sale -y como nosotros le dijimos que su hermanito
estaba en el cielo, porque Diosito se lo había llevado- se gana afuera llorando, ve una
estrellita y me dice: ‘mamá, yo ya vi a mi hermanito y está tranquilito’. Llora a veces
mirando el cielo”, dice Ana.

¿Y cómo le ha ido en el colegio?
“Le ha ido malísimo, porque quedó repitiendo, ahora va a la escuela y a veces
llega con todo escrito y otras, con ninguna cosa. Se queda así mirando y a veces parece
que no está aquí. En las noches sueña que ve a Lizardo y grita sin despertar: ‘¡Ahí está
mamá, ahí está mi hermano!’ Nosotros la despertamos y llora. Es que aunque peleaban,
se querían mucho los dos. Eran unidos. Y todavía lo echa de menos, a nosotros nos
parece que el tiempo no pasara, que no pasaran los meses, que él no estuviera muerto…” señala Marcelino, con su mirada perdiéndose por el verdor campestre que rodea su nueva casa.

“Si parece que de repente lo voy a ver llegar por aquí, como si fuese a volver
cualquier día” dice a su vez, entre murmullos la madre del soldado, mostrando las
fotografías en las que lucen felices, en otros tiempos y otros campos, cuando la muerte
del hijo no era sino un temor lejano, que se espantaba rápido con las risas de Lizardo;
entonces el hijo era pura vitalidad ayudando al padre y no sólo recuerdos plasmados
en imágenes y en una triste bandera recibida en solemne ceremonia. Ni en sus peores
temores el matrimonio imaginó que algo así les ocurriría a ellos y tan ajena les sigue
resultando la muerte, que aún sueñan con ver a Lizardo llegar hasta la casa nueva,
aun cuando su cuerpo descansa hace meses en las mismas tierras ancestrales de donde
proviene su familia, a orillas del lago Lanalhue.

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