35. Enzo Moisés Sánchez González

Relato basado en los testimonios de su madre Ruth y de su padre José

Enzo Moisés Sánchez González

Enzo Moisés Sánchez González

Enzo se crió en la nieve. Desde pequeño vivió rodeado de ella en los crudos
inviernos cordilleranos en Villucura, localidad donde fácilmente podía pasar quince
días nevando. Al igual que los niños de su sector, Enzo jugaba con sus hermanos y
amigos a hacer bolas de nieve que echaban a correr por largos metros hacia abajo.
Por entonces era un niño alegre y servicial, características que mantendría durante su
adolescencia y que lo hacían muy querido en la comunidad donde vivía.
Era difícil pensar que un joven como él tendría problemas en medio de la
cordillera. Eso podía haber quedado para quienes nunca habían visto el paisaje blanco
que encandila. Pero Enzo lo conocía y al parecer fueron estos propios orígenes los que
influyeron para que quedara en la Compañía Andina al ingresar al servicio militar.
Varias personas lo aconsejaron que no se fuera al regimiento. Y hasta pocos
meses antes de ingresar, él tampoco tenía interés en el servicio por considerarlo un año
de tiempo perdido. Había completado su enseñanza básica en la escuela de Villucura y
la media, en la Escuela Taller Don Orione, donde estudió estructuras metálicas. A los
diecisiete años ya había terminado, completó su práctica profesional e intentó echar a
andar un taller de soldaduras junto a un compañero, empresa que no prosperó.
Así las cosas y mientras cumplía la mayoría de edad, Enzo se puso a trabajar
de vendedor en el negocio de un céntrico servicentro angelino. Su profesora le había
conseguido el empleo para que se quedara a lo menos hasta que cumpliera los dieciocho años, porque la empresa donde hizo su práctica profesional se había comprometido a darle trabajo, una vez que fuera mayor de edad.
Fue entonces que llegaron de visita a la casa donde se hospedaba en Los Ángeles,
unos suboficiales de Coyhaique, quienes le convencieron de las ventajas de pertenecer
al ejército. Vieron en Enzo al joven campesino de buenas intenciones, respetuoso y
con una voluntad admirable para cumplir con lo que se le pidiera, además de estar en
la edad justa para tomar la decisión de entrar a la milicia. Le recordaron que tendría
trabajo estable y buenos sueldos, junto con la posibilidad de seguir una carrera seria,
ideas que se fueron transformando en oportunidades reales y concretas sobre la gris
nebulosa que era el futuro de su vida. Porque Enzo no manifestaba ambiciones de vestir un uniforme, por lo menos, no el verde oliva. Hacía unos años había querido ingresar a la armada, pero la edad también le jugó en contra, así es que el deseo de ser marino había quedado en sus recuerdos.
“El servicio militar es para los tontos” solía decir, más aún cuando José, su
hermano mayor, le relataba cómo había sido el periodo de instrucción obligatoria que
había cumplido el año anterior en la Compañía de Cazadores del regimiento de Los
Ángeles. A toda la familia le había quedado claro que ese año de milicia se transformó
en tiempo y plata perdidos. Los viajes desde Villucura a la unidad castrense cada fin
de semana, ya fuera porque José tenía libre o porque su familia iba a visitarlo, habían
significado un alto costo para los ingresos familiares. José también había ingresado
con la esperanza de quedar “adentro”, esperanzas que se desvanecieron luego, para dar paso al tedio de los largos meses de servicio, cuando la instrucción no tenía nada de
novedosa y sólo quedaba esperar a cumplir con el periodo obligatorio estipulado, en
las largas tardes de verano, mirando el verde de los prados del regimiento y haciendo
cualquier cosa que mandaran, con tal que las horas pasaran rápido.
Aún a sabiendas de eso, las voces de los suboficiales, que andaban de visita en
la casa donde Enzo vivía en Los Ángeles, pusieron una nota de inquietud en su futuro.
La posibilidad era tentadora. Ellos comprometían su ayuda para que ingresara en la
Escuela de Suboficiales. Lo aconsejaban y le recordaban que si quedaba al sur del país,
su sueldo sería mucho mayor por la asignación zonal.
Ante la incertidumbre optó por lo que se avizoraba como más real. A diferencia
de su hermano, él contaría con “padrinos” que en algo podrían ayudarlo. Se presentó de
voluntario para hacer el servicio militar. Sus compañeros de trabajo le insistieron que
no lo hiciera, que les hacía más falta trabajando con ellos, pero él les decía que “quería
ser alguien en la vida” y convertirse en un respetado militar. Pronto comunicó su tenaz
decisión a su familia. Eran los días finales del año 2004.
Le gustaban las fiestas. No sentía vergüenza alguna de cantar ni de bailar.
Disfrutaba de aquello en el sector donde vivía, Los Laureles, porque en medio de la
cordillera sus pocos habitantes eran una verdadera familia. Se habían criado juntos con
sus tres hermanos y los niños del lugar y, desde entonces, habían compartido la crudeza del clima, las jornadas escolares o agrícolas bajo la nieve en invierno, las heladas en primavera y el inclemente sol del verano.
Lo conocían como el Dipirona porque servía para todo. Enzo mostraba muy
buena voluntad para los mandados. Algún recado urgente que se debiera dar a algún
vecino y él partía sin hacerse de rogar. Se caracterizaba por estar muy raras veces
ocioso. Pese a su contextura delgada, heredada de una niñez enfermiza, el joven pasaba
trabajando ya fuera en el campo o arreglando algunos artefactos eléctricos. Creaba
motores, componía lavadoras, armaba lámparas, tornos o juguetes de madera. La
cuestión era no estar desocupado.
Su naturaleza inquieta hizo que durante su infancia tuviera numerosos
accidentes con golpes, a caballo o en bicicleta. Según sus padres, estas caídas serían
el origen de un varicocele que le traería consecuencias en su juventud, justo cuando
recién cumplía su servicio militar.
Se había ido a principios de abril del 2005 hasta el regimiento de Los Ángeles.
No quiso que lo fuera a dejar su madre, emulando a su hermano que durante el año
anterior también había partido solo a enrolarse en el ejército. No quería que se burlaran de él.
Su familia fue a visitarlo cada domingo y mientras su madre, Ruth, veía cómo
otros jóvenes lloraban o se lamentaban por estar en el servicio, Enzo se mostraba de lo
más contento y entusiasmado. Acostumbrado a pasar largas semanas fuera de su casa
-llevaba años estudiando interno en Los Ángeles- no sentía nostalgia por el hogar.
El último domingo de visita en el regimiento, Enzo no apareció a saludar a su
madre. Ella había comenzado a preocuparse, hasta que escuchó que la nombraban por los parlantes y le pedían que se acercara a la enfermería. Sin calma llegó hasta los pasillos interiores del regimiento y encontró al segundo de sus hijos postrado en una camilla.
Había tenido malestares por su varicocele y el médico estaba viendo la posibilidad de
operarlo. Su padre se molestó con la situación, dado que nadie del regimiento les avisó
que su hijo estaba enfermo hacía días, pese a que contaban con celular en la cordillera
y con teléfonos de contacto para que les informaran de lo que le había ocurrido.
Su madre viajó desde Villucura durante esa semana en los tres días siguientes
sólo para verlo. Ya el miércoles le anunciaron que le darían de alta, porque Enzo se
había restablecido, a pesar que su padre lo vio bastante débil para la entrega de armas,
que se realizó dos días más tarde.
En la ceremonia, José reparó en que su hijo ni siquiera sabía entregar correctamente el fusil -había contado con escaso tiempo para aprender- y todavía tenía
el semblante de quien ha pasado días postrado en la enfermería. A su madre, Enzo le
había contado que se quería recuperar pronto para no faltar al viaje que tendrían a la
nieve durante la semana siguiente.
No obstante los deseos del joven, sus padres casi no podían esconder su
perplejidad, porque encontraban que el proceso militar ese año iba demasiado rápido.
Apenas tenían un mes de instrucción y su hijo ya iría a su primera campaña, con su
cuerpo débil por la enfermedad y con su delgadez más extrema que nunca. El año
anterior el hijo mayor, había tenido campaña en el sector de laguna Verde, al norte de
Los Ángeles y sólo subieron a la cordillera después de duros meses de instrucción. Sin
embargo, este año todo el proceso se había acelerado y Enzo no tenía ningún asomo de
preocupación por el duro esfuerzo físico que debería enfrentar en Los Barros.
Sin embargo, las cosas continuaron con el ritmo estipulado por los mandos
y tras la entrega del fusil, los jóvenes tuvieron su primer fin de semana de franco. La
ocasión la aprovechó el joven para juntarse con su hermano mayor y cobrar el finiquito
del último trabajo que tuvo el soldado, antes de entrar al regimiento. Después se fueron hasta Santa Bárbara, donde pasaron a saludar a su abuela Elsa, con quien tenía una relación muy cercana. El nieto solía pasar algunos días con ella, atendiéndola en su
enfermedad, durmiendo a su lado o ayudándole en menesteres tan personales, como
lavarle los pies. Elsa tampoco quería que su nieto se fuera a cumplir con el servicio
militar, pero sus palabras hicieron poco efecto.
Ese fin de semana de franco estuvo compartiendo en su casa con la familia,
celebrando su cumpleaños con asado, fiesta y bromas. Su hermano lo molestaba respecto a que sus delgadas piernas no serían suficientes para la campaña cordillerana. Entre risas, el joven le argumentaba que sí sería capaz y que regresaría lo más bien las últimas semanas de mayo a casa, para hacer un asado que esperaba compartir con todos sus amigos de Los Ángeles.
Después de esos días de franco Enzo partió, despidiéndose de sus hermanos, en
especial de Amelia, la menor de los cuatro, con quien salía y acompañaba en sus juegos.
Su madre pensaba en que volvería a verlo, sobre todo porque al día siguiente -el lunes-
tenía que ir a dejarle algunos utensilios que le habían exigido para la campaña en Los
Barros.

Enzo se fue igual que cualquier domingo cuando estaba interno y era
estudiante.
Ruth viajó a Los Ángeles el lunes y llegó hasta el regimiento con el paquete
solicitado. Debió dejarlo en la guardia a nombre de su hijo, porque no le permitieron
verlo. Tenían apuro, se suponía que la compañía subiría el martes a la cordillera, cosa
que no ocurrió finalmente.
Dos semanas más tarde, un oscuro despertar sería el primer presagio que algo
no andaba bien. Era miércoles 18 de mayo y durante esos días José había visto cómo el
clima había empeorado ostensiblemente. Desde donde la familia residía, se podía ver
el lado sur del volcán Antuco, lugar en que su hijo permanecía en campaña. Sabía que
el clima cordillerano no tiene mayor relación con lo que ocurre en Los Ángeles y que
mientras la ciudad puede estar soleada, arriba la tormenta arrecia. O al revés, a veces
en la montaña el sol golpea sin piedad, mientras que en la ciudad el temporal amenaza
con hacer sucumbir sus calles bajo el agua.
Ruth amaneció mal ese miércoles, pero no pudo dar con la causa de su malestar.
No recordaba haber tenido pesadillas ni tampoco sentir algún dolor específico. Partió
a su trabajo como ayudante de una pensión en Villucura, labor que le consumió gran
parte del día. Ya en su casa, por la tarde y junto a su esposo, encendió el televisor
para ver algún programa mientras tomaban once. Un avance noticioso terminó con la
tranquilidad de su tarde campesina. Recordaron de inmediato que su hijo estaba en Los
Barros, pese a que la Compañía Andina no era mencionada en los reportes informativos.
Es más, se decía que era la única compañía que estaba bien equipada para sortear un
temporal de nieve en la cordillera. José recordaba que Enzo se sentía orgulloso de su
capitán Gutiérrez, que era todo un experto en montaña, con cursos “en otros países”.
Sin embargo, no pudieron quedarse tranquilos y de inmediato intentaron comunicarse
telefónicamente con el regimiento, pero nadie respondía los llamados. A las dos de la
mañana se fueron a descansar un poco y tres horas más tarde, emprendían el rumbo
a la unidad militar angelina. Pese a que llegaron temprano ese jueves, el gimnasio ya
lucía lleno de gente. Decidieron no moverse del lugar hasta saber algo concreto sobre
el paradero de Enzo.
“No se necesita hacer cursos en el extranjero para saber que no hay que dejar
botada a su gente”, pensaba José y se lo repetía a quien quisiera escucharlo, en esos días de confusión y muerte en el gimnasio militar.
“¡Ni un animal deja botadas a sus crías, un cuidador no deja sólo a sus pollos!”,
decía el padre en medio del bullicio que se generó cuando el propio general Cheyre les
informó que a quienes permanecían dispersos, sólo un milagro los salvaría.
Siete días más tarde fue encontrado el cuerpo congelado de Enzo. Su padre
no recuerda mucho de esos días, sólo que no se dio cuenta realmente de lo que estaba
pasando hasta un par de meses después, en que al parecer todo cayó de repente para él.
“Yo anduve perdido cuando sepultaron a mi hijo. No me di cuenta de lo que pasó y creo
que hartos son los niños que llegaron vivos para todo lo que pasaron”. Atribuye que la
causa de tantas muertes fue la mala alimentación de los soldados y en el caso de su hijo, su débil estado, por lo que cree nunca debieron enviarlo a hacer la campaña, apenas una semana después de haber estado postrado.

A los quince días de sepultado Enzo, su familia nuevamente revivió la tristeza.
La urna en que había sido despedido estaba completamente deshecha, situación que
debieron enfrentar las familias de Santa Bárbara cuando cambiaron de lugar las
sepulturas, dado que estaban ubicadas en un sector bajo del cementerio, por lo que se
llenaban de agua.
“Esto nos pasa porque somos pobres, no creo que al hijo de un comandante
le iba a pasar lo que nos pasó a nosotros” reflexiona José, mientras su esposa Ruth
prefiere quedarse con las palabras de sus vecinos sobre el buen carácter que tenía Enzo, “era demasiado bueno para este mundo” rememora la madre, con la mirada destrozada por la partida de su hijo.

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