Relato basado en el testimonio de su madre Flor Felisa
-¡Juan! ¿Te has enterado de lo que pasó en Antuco?
-Parece que algo pasó- le responde su esposo ese miércoles 18 sin que exista
alguna expresión que denote preocupación o, a lo menos, sorpresa en su impasible
rostro.
A Flor Felisa le parece que su marido no le ha dado importancia al hecho.
Ella se ha enterado recién, de tanto entrar y salir de la casa, luego de haber llegado
de la posta donde trabaja vendiendo alimentos. Ha debido seguir el incesante ritmo
doméstico que le impone el campo. Y está malo el tiempo, así es que debió entrar
los animales y luego ocuparse de la leña para calentar el hogar. Fue entonces cuando
encendió el televisor y se enteró de lo que había sucedido. Su marido estuvo todo el día
en la casa, pero se queda horas enteras escuchando la programación radial evangélica,
sin enterarse de lo que ocurre en el resto del mundo.
-Pero ¿cómo Juan? ¡Si está mi hijo Silverio ahí y también Ricardo, el vecino!- lo
increpa Flor.
De baja estatura, pero robusta, el rostro de Flor Felisa todavía mantiene
intactos los rasgos indígenas heredados de su familia valdiviana. Flor Felisa Huilipán
Huilipán es descendiente de mapuche, pero poco conoce de su cultura. Más bien está
dedicada a ser una dueña de casa como lo es cualquiera en el campo; evangélica y
ocupada de su marido, que en su caso requiere de una atención especial porque Juan es ciego.
Sin embargo, no puede dejar de molestarle su actitud de encierro acrecentada
por su ceguera. La soledad en la que se ha envuelto no le permitió percatarse que su
hijo estaba en un grave peligro, serio, inminente. Felisa escucha el reporte televisivo y
oye el testimonio de alguien que dice que son más de cuarenta los muertos. Sus rasgos
mapuches se contraen, sus ojos almendrados y oscuros se ensombrecen, presagiando
no sólo la tempestad que caerá desde el cielo, sino también la que ya le fue anunciada
en sueños.
-¡Mi Dios, aparentemente están todos muertos!- repite Flor para que su marido
reaccione o para que ella misma pueda dimensionar en parte lo que está ocurriendo.
Pero es demasiado tarde para intentar cualquier acción. Son más de las siete
y en medio de la cordillera de Nahuelbuta, eso es señal inequívoca de noche y sueño,
porque el último bus hacia Nacimiento -ciudad más cercana- pasa por Carrizal a las seis
diez. No existe ninguna posibilidad de llegar al pueblo y menos, hasta Los Ángeles. No
hay más remedio que esperar a que la noche pase rauda, cosa que nunca ocurre en las
madrugadas de invierno en el sector.
Flor vive en medio de los cerros de la comuna de Nacimiento. Desde esas alturas
se puede observar hacia el este, una extensa llanura verde que culmina en cientos de
kilómetros más, con la muralla cordillerana que muestra la imponente Sierra Velluda
y a su lado norte el cono del volcán Antuco. Por allá anda ahora el mayor de sus hijos
varones, Silverio Amador Avendaño Huilipán.
Silverio es el tercer hijo de Flor, después de Sandra y Felisa, tras lo cual vino
un cuarto hijo, Donosor. Al igual que sus hermanos, Silverio estudió en el pueblo,
terminando su enseñanza media en el Liceo C-68, donde obtuvo la especialidad de
procesamiento de la madera, conocimientos que le valieron un rápido acceso al trabajo.
Silverio llevaba siete meses trabajando en un aserradero de la empresa Santa Fe cuando salió llamado a realizar su servicio militar en el regimiento de Los Ángeles.
Aunque su jefe directo le dijo expresamente que no realizara el servicio
y continuara trabajando con ellos, Silverio optó por la milicia. Le gustaba la vida
castrense, así es que renunció al trabajo e ingresó al ejército, supuestamente y en un
principio, sólo para cumplir y luego retornar al aserradero donde le habían dicho que lo
esperaban. Sus padres no se opusieron a la decisión, porque Silverio era mayor de edad
y, por último, era lo que él quería hacer.
De carácter alegre, lazarillo de su padre y regalón de la madre, para Silverio el
servicio militar no era una mala experiencia. Estaba acostumbrado a callar si alguien lo
reprendía, no se enojaba y prácticamente no se alteraba si algo le parecía mal. Su carácter encajaba con lo que se les exige a los soldados, en cuanto a disciplina y a esfuerzo, así es que nunca se quejó ante sus padres respecto a que lo pasara mal. Integrando las filas de la Compañía de Morteros, Silverio se veía tan feliz con su uniforme verdoso, que Donosor decidió de inmediato que seguiría los pasos de su hermano mayor cuando llegara la hora de cumplir con el servicio militar.
Lo visitaron todos los fines de semana que permaneció en el regimiento angelino, hasta el viernes 29 de abril, en que lo acompañaron a la ceremonia de entrega
de armas y Silverio regresó a casa junto a su madre.
Ese fin de semana transcurrió rápido y a la principal tarea que se abocó Silverio
fue a arreglar unas bicicletas con Donosor, para que a su regreso de la campaña en Los
Barros pudieran salir por la cordillera de Nahuelbuta, a conocer una nueva carretera
que estaban construyendo por el lugar. Ese fin de semana quedaron las dos bicicletas
arregladas y listas para partir en cuanto retornara el soldado.
Antes de irse, el domingo 1 de mayo, participaron en la tarde del sacramento
de la Santa Cena con su madre. Él estaba apurado y preocupado de las cosas que debía
llevarse a Los Barros, así es que tomó once y se fue en bus hacia Nacimiento, ciudad en
que debía hacer el transbordo a Los Ángeles. Su madre no tuvo ningún tipo de temor o
presagio que pudiera empañarle la alegría de ver partir a su hijo a la instrucción.
El temor llegó cinco días más tarde, cuando Flor Felisa viajaba desde
Nacimiento a su casa junto a su hijo Donosor. Era viernes y el menor retornaba al
hogar luego de una semana de internado. Iban viajando con total tranquilidad, cuando
de pronto se sube una de sus hijas apresuradamente al bus. Había corrido y no podía
hablar, sólo gesticulaba por el cansancio. Flor la vio tan agitada, que temió lo peor. Sólo
un pensamiento pasó veloz por su cabeza: ¿Qué le pasó a Silverio?
Luego de segundos interminables, finalmente su hija recobró el aliento y le
relató que Silverio había llamado para pedirles algunas cosas que le faltaban y que
eran indispensables de llevar a Los Barros. El problema es que ya era viernes por la
tarde y al soldado le habían dicho que partían el sábado de madrugada. De ir hasta el
regimiento, había que hacerlo inmediatamente. Donosor se bajó del bus y fue rápido a
comprar las cosas para ir a dejarlas a Los Ángeles.
El temor de ese día regresaría poco después. Fue la madrugada del miércoles
18 cuando algo le dijo a Flor Felisa que las cosas no estarían bien. Esa noche soñó con
Silverio en los verdes prados del regimiento. El soldado llegaba y la abrazaba, tal como
la sorprendía a veces en la casa, se veía contento.
-Mamá, yo voy a viajar. Voy a viajar al espacio por esta escalera.
En el sueño, Flor veía una escalinata de peldaños anchos.
-Por esta escalera voy a viajar. Cuando termine de subir, habrá otra de peldaños
más angostitos, y esa me conducirá al espacio.
Intrigada, la madre iba a preguntarle a qué espacio pretendía subir, pero
Silverio desapareció y ella despertó. La calma se acabó. Como no podía sosegarse, inició sus oraciones a las seis de la mañana y continuó con sus ritos hasta una hora más tarde, momento en que ya debía arreglar sus cosas para irse a trabajar a la posta. No había manera en que Flor supiera que a esa misma hora, pero cientos de kilómetros al este, su hijo iniciaba una caminata que terminaría con su vida.
De eso se enteró días después, cuando comenzaron a regresar los cuerpos
inertes de los camaradas de su hijo. Para ella fue un proceso largo y doloroso, como la
verdadera agonía que antecede la muerte por enfermedad. Silverio fue el último de los
soldados en encontrarse y eso sucedió 48 días después de la marcha cordillerana.
Mostrando una entereza envidiable, aferrándose a su religión y ocupando su
sabiduría ancestral ante la muerte, Flor Felisa pasó esa interminable cincuentena de
días con una rutina lúgubre. De Carrizal se trasladó a residir a Nacimiento, donde una
de sus hijas, y desde esta ciudad viajaba a diario hasta el regimiento angelino, lugar
en que cada día a las ocho de la tarde, comenzaba la “ruleta rusa”. El militar a cargo
llegaba con un cuaderno y leía los nombres de los soldados encontrados esa jornada
de búsqueda de cuerpos. Fue así como ella debió presenciar esta escena en numerosas
ocasiones. Más de cuarenta veces escuchó con ansias los nombres, sin que saliera el de
su hijo.
Para mí no hay nada todavía, ninguna novedad.Pero el hecho de entregarle el
pésame al resto de las familias hacía que el viaje al regimiento por lo menos tuviera
algún sentido. Lloraba junto con ellas y se volvía conforme, porque sentía que el viaje
no había sido en vano. Acompañando al resto de las familias purgaba algo de su propia
muerte.
A esas alturas, Flor ya no tenía ninguna esperanza. Como buena cristiana,
siempre creyó en los milagros, pero mantuvo su mente fría para darse cuenta que el
milagro no sería para ella. Habían pasado demasiados días para recobrar a Silverio
con vida, aunque para él ni la nieve ni la cordillera eran desconocidas, porque en
Nahuelbuta nieva con regularidad en los inviernos. Además era bueno para caminar
por cerros, tenía la costumbre de recorrer buscando digüeñes, mariscos de campo o
changles, hongos que son habituales en la tradición cocinera del lugar.
Pero ni con todos esos antecedentes la madre se hacía alguna esperanza. Y
motivos no le faltaron para tenerlas, porque en medio de su larga espera, una madre
de otro de los soldados fallecidos comenzó a telefonearle a Nacimiento, diciéndole que
una vidente aseguraba que Silverio continuaba con vida. Habían pasado largos días de
búsqueda sin resultados. Cuando ella le preguntó dónde estaba, entonces le dijeron que su hijo estaba con la mente ida y era socorrido por terceras personas. Debió hacer su mayor esfuerzo para no contarles a todos en la familia lo que le habían dicho y generar así falsas expectativas. Entonces Flor entró en un estado angustioso mucho mayor al que había tenido hasta entonces. No podía ingerir alimento sin pensar que su Silverio estaría arriba sin poder comer. Recibió un segundo llamado, en que la misma madre del soldado fallecido le señaló que la vidente necesitaba una pieza de ropa de Silverio, para decir con certeza dónde se encontraba y terminar así con esa agónica espera de familiares y el arduo trabajo de las patrullas de rescate en Antuco. Pero Flor dijo no.
Tajante, pensó que ya no era sano seguir torturándose así. Su hijo no podía estar vivo y
los llamados con los mensajes de la vidente sólo le hacían quedar peor de lo que estaba.
No buscaría ropa para llevar ni nada. Sería su Dios el que entregaría las respuestas en
el momento en que Él lo quisiera. Además que no podía olvidar lo que había visto en
sueños la madrugada del 18 de mayo: su hijo despidiéndose para irse al espacio. No
podía haber un mensaje más claro.
“Yo no voy a dudar de lo que Dios me mostró”, dijo.
A esas alturas, ya no era necesario que se trasladara hasta el regimiento. Hacía
casi un mes que habían encontrado al penúltimo soldado, Milton González y ahora sólo
restaba Silverio. El comandante del regimiento la llamaba a diario, para avisarle cómo
habían avanzado las patrullas de rescate. Un par de días antes que apareciera su hijo ya
en el mes de julio, Flor Felisa volvió a soñar con él.
-Mamá, estoy tan cerca del refugio y del camino, tan cerca, que no me encuentran.
Flor se ocupó de entregar ese nítido mensaje que nuevamente recibió en
sueños. Finalmente lo encontraron el 6 de julio y cuatro meses más tarde, ella pudo
darse cuenta que en su sueño no se equivocó, porque su hijo cayó a unos dos kilómetros de La Cortina. Las máquinas removieron tanto la nieve en las labores de búsqueda, que pasaban por su lado sin verlo.
Tras cincuenta días, los padres de Silverio volvieron a Carrizal, pero la vida se
dificultó hasta el extremo. Su esposo pasó el duelo por su hijo en un hermético encierro.
En tanto, Flor Felisa ha permanecido en pie, aferrándose a su religión y sin comprender
mucho los reclamos del resto de las madres. Para ella su hijo murió y, aunque llore o
grite, no regresará nunca más a hacerle sus bromas, a trabajar en el aserradero, a
guiar a su padre en medio de su ceguera ni a buscar las bicicletas que quedaron listas
para salir a pasear con su hermano menor, en medio de los bosques de la cordillera de
Nahuelbuta. Silverio Amador, el último de los soldados, ha partido para siempre.