Relato basado en los testimonios de su madre Isabel y de su padre Juan
Una de las cosas que más llamó la atención de Isabel durante esos últimos días
fue que su mascota, Kin, desconoció totalmente a su hijo menor Robert. Le extrañó,
porque el perro había sido criado con ellos desde que fuera apenas un cachorro y el
propio Robert se había encargado de adiestrarlo mientras permanecía en casa, siendo
un estudiante de Santa Bárbara. Quizás el detalle fue que ese fin de semana, el último,
el joven había llegado vestido de soldado.
Vivían en ese lugar luego de haber habitado por largos años en la localidad
cordillerana de Trapa Trapa, ubicada en el denominado Cajón del Queuco, en pleno
territorio pehuenche de Alto Bío Bío. Robert se crió en medio de montañas, al igual que
sus dos hermanas. La familia sólo se trasladó hasta el valle de Santa Bárbara cuando el
joven había cumplido unos catorce años.
“La vida era media complicada allá en Trapa” recuerda su padre, Juan Castillo,
“en invierno se nos hacía bien difícil con los temporales y a veces quedábamos aislados
porque no teníamos una parte fija para pasar por el río. Teníamos un puente así no más
y cuando venían las honduras, el agua se llevaba todo eso. No se podía pasar, a veces se
cortaban los caminos para llegar siquiera a Ralco”.
De esa manera era casi imposible que los tres hijos del matrimonio estudiaran
sin estar internos. Por eso era de esperar que Robert no presentara mayores problemas al ingresar al servicio militar en el Regimiento Los Ángeles, porque estaba acostumbrado a vivir sin su familia.
Se había ido a inscribir prácticamente a escondidas. No le contó a nadie y
en su casa sólo dijo escuetamente que iría a Los Ángeles a realizar unas compras.
Cuando llegó, mostró una especie de carné que le habían dado por haber sido aceptado.
A la hora de la revisión médica obvió todas las lesiones que tenía y que habían sido
provocadas tanto por el fútbol -era delantero en los clubes municipal de Santa Bárbara
y Aguas Blancas- como por un accidente de tránsito en el que había sido arrollado por
un bus cuando viajaba desde Ralco hasta su casa. Robert padecía de constantes dolores en una de sus piernas, además de contar con una lesión permanente en su clavícula, antecedentes que calló y de los que tampoco se percataron los encargados de evaluarlo para su ingreso al servicio militar.
“Nosotros no estábamos nada conformes con que se fuera” precisa el padre,
“estábamos seguros que no le iba a tocar hacerlo, sabíamos que tenía que ser examinado y que se darían cuenta de todas las lesiones que tenía, porque algunas se le notaban harto”, añade su madre, Isabel.
El proceso fue rápido. Robert les contó a sus padres los hechos ya consumados.
Se había presentado como voluntario, había sido aceptado y apenas dos semanas después se convirtió en conscripto de la Compañía de Morteros.
Pese a que les dieron varias posibilidades para salirse del servicio y que Juan
le preguntaba constantemente si estaba bien adentro del regimiento, Robert no quiso
claudicar en su empeño. Durante el único fin de semana que pudo estar en casa, luego
de la entrega de armas -por esos días en que lo desconoció el Kin- le confesó a su
padre y a su abuelo que los constantes castigos a los que se veía sometida su compañía
lo tenían aburrido, “a otros compañeros les gustaba molestar a las milicas, entonces
por uno pagaban todos. Tenía sus codos pelados porque los sacaban a ejercicios en
la mañana, incluso un día le tocó estar de jefe de aseo del baño. Sus compañeros no
obedecían, eran porfiados y lo pasaban mal. Pero ese domingo cuando vino ya veía la
posibilidad de quedar adentro del regimiento y como también había sido distinguido
dentro de la compañía, entonces…” cuenta Isabel dando a entender que su hijo estaba
resignado a terminar el servicio para convertirse después en militar.
Ese fin de semana en casa, le dieron dinero para comprar un listado de utensilios
que tenía que llevar para su primera campaña en Los Barros. Se fue con todas sus cosas
listas, pero el último día antes de partir a la cordillera llamó angustiado a su familia,
desde Los Ángeles, para decirle que algunos compañeros le habían robado sus cosas
así es que necesitaba que le fueran a dejar urgente lo sustraído. Sus mandos le habían
dicho que si no las tenía no subiría a la campaña y permanecería castigado, como ya lo
estaba en el regimiento.
Su hermana mayor, Fabiola, pudo llegar con los encargos a eso de las once de
la noche, cuando salió de su trabajo y logró tomar alguna locomoción que la trasladara.
Acompañada de una amiga llegó hasta la guardia militar donde apareció Robert en
pijama, porque ya estaba durmiendo. Su hermana lo notó desganado y él lo atribuyó a
que habían trabajado desde temprano con las mulas que mantenían en el regimiento,
herrándolas y limpiándolas. En medio de la fría noche, los hermanos se despidieron con
algunas lágrimas, lo que motivó el comentario sarcástico del militar que se encontraba
a esa hora encargado de la entrada del recinto: “Más lo que lloran estas mujeres cuando vienen a despedirse, como si no fueran a ver nunca más a los cabros”.
Los días que siguieron a esa semana fueron de preocupación para los padres
de Robert. El invierno parecía haberse adelantado crudamente hasta el mes de mayo,
porque en el sector donde vivían las lluvias se dejaban caer con total intensidad a
diferencia de lo que ocurría en Los Ángeles. Tanto Juan como Isabel despertaban a
media noche, por el sonido atemorizante que adquiere el viento cuando protagoniza
la tormenta en la precordillera. Junto con ello, los constantes aullidos del Kin hacían
pensar en lo peor: el perro nunca se equivocaba en presagiar muerte, pero preferían no
hacer mucho caso ni menos imaginar en quien recaería esta premonición.
Esos días de mal tiempo el matrimonio pensaba cómo estaría su hijo menor con
ese clima. Hacían el intento de creer en que los mandos no sacarían a los jóvenes en
medio de las nevazones que caían. En todo caso, le habían recordado a Robert algunas
lecciones elementales que aplicar en caso de ser necesario: buscar un lugar en que
refugiarse y nunca quedarse solo. Para ellos ni la nieve ni la montaña eran desconocidas, sabían lo que podía ocurrir cuando la imprudencia guía el actuar de las personas o bien cuando la montaña se enoja y hace cambiar el clima, en forma radical, de un momento a otro.
“Robert conoció la nieve desde chico, pero a ratos, cuando llegaba allá los fines
de semana. Me ayudaba a rodear las ovejas y los chivos cuando tenía tiempo, pero él no
anduvo trabajando como nosotros porque era chico y estuvo interno siempre. Tampoco sabía lo que era bajar de la cordillera, no así como les tocó ahora… y menos con la ropa que andaban, porque para la nieve hay que andar bien abrigado… no con esa ropa…” expresa conmocionado el padre.
Como conocían la cordillera, Juan y unos familiares no dudaron un segundo en
ir en búsqueda de Robert, apenas supieron lo ocurrido en Antuco. Para ello requerían de autorización militar y fue el propio general Cheyre quien se las concedió. El encuentro se efectuó en la casa que mantiene la Conaf al ingreso del Parque Nacional Laguna del Laja, parque en el que se sitúan también los refugios de La Cortina y Los Barros.
Cheyre le preguntó a Juan si era papá de algún soldado y luego lo abrazó, pero no
le dijo que su hijo estaba muerto, sino que era necesario seguir la búsqueda y tener
paciencia, porque seguro que Robert estaría con otros soldados desaparecidos. Y así
era.
Quedaron de hablar en el regimiento lo relacionado a la autorización para ir
a buscarlo. Juan fue hasta la unidad militar y preguntó por Cheyre. “Lo encontré, me
pidió que lo esperara en el casino y dijo que me dieran una taza de café para calentarme.
Llegaron otros papás de los soldados, quisimos conversar, pero otras señoras no lo
dejaron. Al final tuvimos que salir, porque ellas se le iban encima. Lo seguí hasta que
hablé con él y le expliqué que éramos cuatro los que queríamos subir. Me preguntó que
si no tendríamos problemas. Le dije que no, porque yo conocía la cordillera, he andado,
me crié en ella y sé lo que es andar en montaña”.
Cheyre le ordenó estar en el regimiento a las siete de la mañana del día
siguiente, es decir, del sábado 21 de mayo. Volvieron a Santa Bárbara para equiparse y
coordinaron con el municipio para que una camioneta los pasara a buscar a las seis de la mañana, pero el vehículo no llegó sino hasta las nueve. Obviamente cuando arribaron a Los Ángeles, hacía horas que el general se había ido. Optaron por irse a Antuco, pero los carabineros del lugar les impedían seguir subiendo hasta la zona de búsqueda, prohibición que regía esos días para cualquier persona que quisiera aventurarse hasta la cordillera. Luego de un par de llamados desde el regimiento, pasadas las tres de la tarde, lograron por fin llegar a La Cortina. Un cabo fue el encargado de acompañarlos y hacerlos llegar sólo hasta un determinado punto en que estaban autorizados, “él nos fue diciendo dónde habían encontrado a uno, dónde a otro y ahí nos fuimos conversando.
Poco más allá habían encontrado a siete soldados y le pregunté si dentro de esos siete no estaría mi hijo”. Juan le dio el nombre al cabo, quien los llevó directo donde su superior para que él les entregara “información y explicaciones… yo le dije que nosotros sólo queríamos conversar con él”, puntualiza Juan.
Llegaron hasta el lugar y el militar le preguntó si era padre de alguno de los
soldados. Le preguntó el nombre de su hijo. Al decírselo, el hombre se quebró y se
abrazó del padre, respondiéndole que sí, que su hijo estaba ahí. Juan quería verlo. “¿Será mucho pedirle si puedo pasarlo a ver? ‘Ningún problema’, me respondió él. Y partimos abrazados adonde los tenían, en una de las casas amarillas, cerca del lago, estaban todos congelados…”
A Robert lo habían alcanzado a separar del resto de los soldados muertos
que había en la improvisada morgue, entre los que supuestamente estaba también el
sargento Luis Monares, pero después Juan se daría cuenta que ni las fechas ni los
lugares que dieron los militares coincidían con lo que él supo en ese momento. Pero lo
cierto es que en ese duro instante sólo se preocupó de ver cómo su hijo yacía en una
camilla irónicamente tapado con una frazada. Juan lo tomó, pero su mano no resistió la
quemazón que le provocaba el cuerpo congelado de su hijo menor.
Al día siguiente pudo retirarlo desde la morgue en Los Ángeles. Al vestirlo,
el padre se percató que una de las manos de Robert estaba zafada, “así como suelta”.
Preguntó por ello y le respondieron que lo encontraron abrazado a otro soldado y para
poder soltarlo lo forzaron, fracturándolo.
Con el tiempo, la familia comenzó a comprender las señas de aquellos días
y a entender también porqué la muerte de Robert fue asumida por ellos, desde un
principio, en cuanto escucharon la versión que hablaba de un camión volcado en Los
Barros. Tanto el matrimonio y los hijos, al ver cómo estaba el clima, dejaron de albergar
cualquier esperanza. “Las esperanzas quedaban para la gente del pueblo, para la gente
que nunca había estado en la cordillera, porque uno sabiendo que los chiquillos habían
pasado una noche entera perdidos en la nieve, sabíamos que no podían regresar con
vida”.