Relato basado en los testimonios de su padre Manuel y de Lucy
Manuel, Héctor, Ignacio, Daniel, Edgardo, Claudio y Víctor. Siete hijos varones
tuvo el matrimonio de Manuel Sobarzo y Denilda Cruces, antes que ella partiera
repentinamente. Era una noche de lluvia torrencial en el sector cordillerano de Quilleco -Las Malvinas- y el matrimonio ya se había dormido. Tanto el esposo como el padre de Denilda le habían pedido hasta el cansancio que fuera a ver médico al pueblo. Pero ella no quería. Prefería ocupar el dinero,que invertiría en una atención y en medicamentos, en alimentos para la familia. “Yo para hacer mis cosas las hago lo más bien”, decía orgullosa a sus cuarenta y cuatro años. Manuel le pedía que se cuidara porque el hijo menor, Víctor, era muy apegado a ella. “Dios quiera que a usted no le vaya a pasar algo porque tiene muy regalón al chico” le decía Manuel, a lo que Denilda le respondía sin inmutarse: “Usted cría a mi chiquillo entonces”.
Esa última noche, tapada en lluvia, se despertó con el quejido de ella “parece
que se me reventó algo”, le confesó. Se levantó angustiado y buscó en vano cómo
trasladarla hasta algún consultorio. Era imposible. A Las Malvinas llegan los buses
sólo a determinados horarios, siempre de día y escasea el tránsito de vehículos,
porque es un sitio rural emplazado en la cordillera, en medio de bosques, bordeando
el río. Desesperado y sin posibilidad de moverla, Manuel vio cómo se le iba su esposa,
dejándolo solo y con siete hijos que cuidar.
Pasado algún tiempo de luto y tras determinar que requería con premura ayuda
en las labores de crianza y en las domésticas, llegó hasta el hogar una alegre mujer,
Lucy. Pronto fue alargando su tiempo de permanencia en la casa habitada únicamente
por varones, quienes la acogieron con cariño. Uno de los más contentos era Edgardo.
De naturaleza locuaz, mantenían con ella largas conversaciones sobre las pololas y el
colegio. Desde chico les contaba a todas las personas que su padre había encontrado
una señora muy buena, que ahora estaba en la casa y que vivía con ellos.
Lucy recuerda que con Edgardo siempre mantuvieron una relación cercana
desde que ella arribó a Las Malvinas. Tanto así que era común que mientras permanecía en la cocina, Edgardo iba a visitarla o le hacía bromas escondiéndose y luego tocándole el vidrio para asustarla y hacer que ella soltara sus sonoras carcajadas. Afectuoso, el joven se lo pasaba entre los estudios, trabajando con su padre o bien pescando; lo que no le gustaba era jugar a la pelota.
El carácter serio y taciturno de Manuel, transformó a Lucy en la amiga y
consejera que faltaba en la familia, rol que ella mantuvo con los hijos menores que eran
los que todavía permanecían en casa, aunque debían internarse cada semana para poder estudiar.
Edgardo estaba en primero medio en el Liceo Agrícola de Negrete, cuando
salió llamado a cumplir con el servicio militar. Ingresó a la Compañía Andina y se fue
contento, pero cuando lo vio la familia nuevamente ya no lo estaba tanto: encontraba
que era demasiado fuerte el ejercicio físico, además que le disgustaba el aporreo y el
trato que les daban al interior del regimiento angelino. Tanto así, que para la ceremonia
de entrega de armas, le dijo a su familia que se sentía arrepentido de haberse ido a la
milicia.
Y eso que estaba acostumbrado a la vida dura. En su casa, no dudaba en subir a
la cordillera en bicicleta o a caballo sin importarle el clima que hubiese. Para ayudarle a
su padre, Edgardo trabajaba con él en medio de la montaña, con nieve, viento o bajo el
inclemente sol. Por eso nunca, Manuel ha podido comprender qué ocurrió con su hijo
en medio de esa cordillera de Antuco. Lo único que le han dicho es que retrocedió a
ayudarle a un amigo y que ese esfuerzo lo cansó bajo la tormenta de nieve. Pero Manuel no lo sabe con la certeza que le permitiría quedar tranquilo. Lo que sí le ha quedado claro es que su hijo marchó mal alimentado y por capricho de los “mayores”, los mismos que no marcharon. “Ellos dándose la gran vida mientras iban muriendo inocentes”, opina ahora Manuel sobre aquellos hombres que demostraron no saber nada de la cordillera. Al padre le parece obvio que para ponerse a marchar en la montaña es necesario conocer cómo es un temporal en medio de la nieve, porque el viento y la lluvia que caen en las alturas no tiene relación alguna con los que pasan por la ciudad, ni siquiera con los que arrecian en el campo.
Manuel dice que para internarse en la montaña es necesario conocerla antes,
haberse perdido en ella, sobre todo cuando se envía a un grupo de jóvenes a caminar
mientras nieva. Es necesario haber pasado por la experiencia de ver todo blanco y de
dar vueltas en círculos sin lograr avanzar un metro, porque la nieve desorienta, atrapa
en su blandura o hiere con el filo de su hielo, con mayor razón a quien no conoce el clima cordillerano. A Manuel le ha pasado y eso que él nació y se crió en medio de la cordillera tal como su hijo Edgardo. Nadie en la familia comprende bien qué pasó entonces con el soldado. La explicación sólo la encuentran en el escuálido desayuno dado a los jóvenes esa mañana y que no alcanzó a entregarles la fuerza que necesitaban.
Lucy recuerda su carácter y valentía. Lo grafica en un episodio vivido por ellos.
Necesitaban encontrar a una ternera salvaje que se había internado en la montaña.
Aunque le costó, montado en su caballo, Edgardo dio con el vacuno y lo arreó en medio
de la cordillera hasta la casa. No importaban las distancias ni los temporales. “Era
alentado”, recalca.
Ahora Manuel y Lucy sólo tienen algunas escenas grabadas de esos días de
desgracia. Poco quieren hablar de cómo fue la permanencia en el gimnasio militar,
esos días tan difíciles en que, para empeorar todavía más las cosas, les aseguraron
que Edgardo retornaba con los andinos que llegaron hasta el regimiento. Los mismos
militares les dijeron que se encontraba adentro de la unidad angelina, sin embargo
no aparecía y en cambio, vieron su nombre en el listado del personal disperso. Días
después del 18 de mayo, Edgardo regresó de Antuco. Entonces sintieron que luego de
dos años el joven se había ido a reunir con su madre Denilda.
El funeral de Edgardo fue muy concurrido, pese a la lluvia torrencial que
generó un ambiente de mayor angustia. En medio de la tristeza de verlo partir, Lucy
reparó en las jóvenes que fueron a despedirlo. Ellas recordaban su sonrisa amplia y su
picardía que lo hacía quedarse en el cerro para mirar a qué hora o cuándo salía alguna
a dar una vuelta por el callejón, donde las esperaba para acompañarlas. Lucy recordaba
que las madres de las chicas no las dejaban salir, porque Edgardo era “de temer”, así es
que a veces podía pasar un buen rato esperando que alguna se asomara en el camino.
Lucy lo sabe porque conoce todas las historias que él le relató siempre al calor de la
cocina, en la complicidad de las conversaciones que mantenían junto al fuego, mientras
sentían caer la nieve o la lluvia sobre el tupido follaje de los árboles empinados en los
cerros cordilleranos.
el no es edgardo¡¡¡ pofavor cambien esa foto
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