Relato basado en el testimonio de su madre Rosa
Fue el domingo a las cinco de la tarde cuando me lo entregaron. Ahí me lo
traje para acá. Eso fue después que lo había reconocido, le habían hecho la autopsia y
entonces me lo pude traer de vuelta a casa. En la capilla de Rinconada de Huaqui lo
velamos y después lo llevamos al cementerio.
Tenía mis esperanzas que estuviera vivo, pero eran pocas. Ya el general
Cheyre había dicho que los que no habían llegado estaban dispersos y mi hijo estaba
en ese listado. Pero antes yo había tenido un presentimiento raro. Habíamos visto por
la televisión que había ocurrido la tragedia de Antuco y que los afectados eran los
morteros. Era la noche del miércoles y de eso me acuerdo claramente, porque no pude
acostarme ni dormir. Me acompañaron mis cinco hijos, pero después les empezó a dar
sueño y se fueron a acostar. Así es que me quedé sola con su polola, Marisel, esperando
hasta que aclarara para partir, a primera hora de ese jueves, al regimiento a preguntar
por el Cano.
Me quedé haciendo fuego para que esa madrugada no fuera tan helada, porque
hacía mucho frío acá en la casa y en los campos parecía que estaba escarchando. Ya
eran como las seis de la mañana cuando sentí un suspiro, como un quejido, un “¡ay!”
suspirado. Fue una cosa así tan clara. Aún me estaba acompañando su polola.
-Mari, Mari, el Cano se nos murió…
-Pero tía Rosa, no diga eso. No diga eso. El Carlos no se puede morir.
-Mari: Carlos ya se nos murió.
Se me puso una cosa tan rara aquí en el pecho, que era pensar y pensar que
Carlos se nos había ido. Es que decían tanto en todos lados que eran los morteros los
que habían muerto, porque eran los más afectados.
Pero siempre fue así de nombrada esa compañía. Mientras estaba en el servicio,
Carlos me contaba que a los morteros los trataban mal. Y él sufría por eso. Había
dejado el liceo de Traiguén para entrar al regimiento, porque le gustaba ser militar.
Tenía ganas de hacer el servicio, pero aquí nadie le obligó a nada. Era él que tenía sus
deseos, así es que dejó el liceo y se fue a Los Ángeles. Pero después cuando lo iba a
visitar lloraba todas las veces. Extrañaba la casa, aunque estaba acostumbrado a estar
lejos, internado, igual echaba de menos y lloraba, porque me decía que lo trataban mal y que quería venirse. Encontraba muy duro el servicio militar. Y yo lo veía cada vez más
flaco, no se parecía a cuando estaba con nosotros acá en el campo, siempre animoso.
En los veranos trabajaba tomando “corales” a la orilla del río y los vendía a
la gente que pasa por acá comprando en camionetas. De ahí sacaba sus pesitos para
comprarse lo que necesitaba, además que nosotros también le dábamos algo, lo que
se pudiera. Mientras vivió en la casa siempre estaba alegre. Salía con su hermano
Jonathan a dar sus vueltas o a alguna fiestecita. Pero nunca se le pasaba la hora y
siempre llegaban bien a su casa. Nadie puede decir que hubiese sido “patotero” o
anduviera en cosas malas, nada de eso. Era muy responsable y me ayudaba al igual que
sus cuatro hermanos menores, con quienes jugaba y de los que siempre se preocupaba
que estuvieran bien.
Yo sentía que era diferente a sus hermanos. Una quiere a todos sus hijos, pero
con él era distinto. Lo tuve a los diecinueve años, después de Víctor, que había nacido
dos años antes. La vida acá en el campo tan lejos y con hartos hijos no ha sido muy fácil,
pero con sacrificio se puede salir adelante y nosotros siempre hemos estado juntos. Mi
hijo Carlos siempre tuvo eso claro. Conmigo andaba a juegos, me abrazaba y besaba
hasta que a mí me daba rabia, porque a veces estaba ocupada haciendo las cosas o bien
podía botarme sin darse cuenta. Incluso la última vez que vino, antes de irse para
arriba, me agarró ahí en la cocina y me dijo: “Mamá, te voy a hacer un chupón en el
cuello”. Le dije que no, porque después le echarían la culpa a su papá. Era muy juguetón
conmigo.
La última vez que vino se iba a ir de civil. Necesitaba cambiarse de ropa, por lo
que se iba donde mi suegra a Millantú y de ahí tomaba el bus ya vestido de militar. Pero
vino mi papi y le dijo que por qué no se vestía de soldado, “quizás es la última vez que
yo te pueda ver”. Me imaginé que mi padre dijo eso por su edad y sus achaques, nunca
porque le fuera a pasar algo a mi hijo. Finalmente, Carlos le hizo el gusto a su abuelo y
se fue vestido desde acá para que él lo viera.
Esa fue la última vez que vimos a mi hijo, yo en la semana le fui a dejar algunas
cosas al regimiento, pero no me dejaron verlo. Me dijeron en la guardia que los
chiquillos estaban haciendo unos ejercicios así es que tuve que dejarle el paquete en la
portería, sin poder despedirme de él ni desearle que le fuera bien. Sin poder darle ánimo tampoco, porque yo sabía que él no lo pasaba bien en el servicio y seguramente no tenía muchas ganas de ir arriba.
Pero no pude.
Y ahora que han pasado los meses, aún no puedo conformarme. No me resigno
a no verlo nunca más, a estar tan separada de mi hijo. Me quedan otros cinco que
atender, pero no es lo mismo. No logro aceptar que lo perdí por culpa de quien les dio
la orden de marchar, viendo como estaba el tiempo. Porque ni más urgencia que tenga
aquí en mi casa, por ejemplo, que me falte el azúcar para darle once a mis chicos y yo
vea que la noche está mala ¿voy a mandar a mi hijo a comprar? Prefiero pasar hambre
no más y no lo mando, porque sé que va a perderse por ahí, o si está lloviendo y hace
frío podría hasta morirse… por eso no entiendo y no me conformo. Y yo no sé si algún
día podré conformarme con no verlo nunca más.