Relato basado en el testimonio de su madre Rosina
-Nacho, dime una cosa.
-¿Qué cosa tía?
Los ojos azules de la mujer se clavaron con fuerza en el joven. El sol invernal
marcaba un fuerte contraste entre su rostro moreno, curtido y la claridad marina de
aquellos ojos. Sin embargo, la hermosa mirada de antaño reflejaba ahora una profunda
tristeza y el llanto constante había dejado una huella indeleble en ellos.
-Nacho, quiero saber si Esteban estuvo contento el último día en Los Barros.
-El último día, lo pasamos bien, echamos la talla, nos reímos, bailamos… y el
Esteban siempre se reía no más, si lo retaban nunca iba a poner una mala cara, diciendo
pucha, por qué a mí. Él siempre recibió calladito.
Rosina deja de ordenar las flores en la blanca tumba de su hijo para poner
mayor atención a lo que dice el ex compañero de Esteban. Los soldados que están con
ella asistieron a la colocación de una placa en el liceo de Laja en recuerdo de su hijo, tras lo cual fueron al cementerio a visitar a sus camaradas fallecidos. Allí se encontraron nuevamente con la mamá de Esteban, donde podían hablar con más calma.
-Sí, lo pasamos bien, estaba contento porque nos íbamos a ir para la casa a
celebrar el día de la mamá y además nos iban a dar nuestro primer sueldo. Pero también estábamos contentos porque íbamos a estar en familia. Él siempre se acordaba mucho de ustedes, incluso después cuando veníamos caminando en la marcha… Rosina no quiso ser brusca, pero lo cortó de golpe.
-Gracias Nacho, pero no quiero saber nada más. Sólo quería preguntarte cómo
lo había pasado los últimos días arriba, cuando ya no estaba con nosotros. Lo demás no
me importa, quería saber si estaba feliz.
Los soldados se despidieron de ella y se alejaron del lugar. Rosina se quedó
nuevamente sola en la tumba de Esteban, a la que había acudido a limpiar y a cambiar
el agua de las flores una vez más. La mantenía impecable. Era la única forma que el
ejército le había dejado para acercarse a su hijo, el mismo al que tres meses antes
soñaba con pertenecer.
Ella piensa que la vida de Esteban fue como un haz de luz. Brilló, pero muy
poquito y sólo algunos lograron ver la estela que dejó. Por eso, ni Rosina ni Ernesto se
quedaban tranquilos con la muerte del hijo mayor de su matrimonio. Constantemente
viajaban a Los Ángeles, desde el Fundo Postahue en el sector rural de Laja, adonde los
requiriera la agrupación de familias de las víctimas de Antuco. No se iban a quedar en
la negra resignación de la muerte, lucharían hasta el final porque la partida del Esteban
no permaneciera en el olvido. Eso jamás lo permitirían. Ni ellos ni sus hijos.
De eso se daría cuenta todo el país, meses más tarde, cuando en pleno verano se
leía en Santiago la sentencia para los militares responsables de las muertes. Entre los
familiares apostados en las afueras de los tribunales se encontraban los de Esteban Díaz Valderrama. Allí, en medio de la indignación que les produjo ver a Cereceda; Alfonso, el hermano de Esteban, logró evadir en parte la fuerte custodia policial y lanzar un rápido palmetazo a la cabeza del ex mayor de ejército. Fue un pálido signo de lo que hubiera querido hacer, con quien simbolizaba lo que le arrebató a su querido hermano.
Pero la rabia pudo más y, una vez conocida la sentencia, Alfonso lanzó una botella en
contra del ministro Arab. Carabineros fue de inmediato a detenerlo, mientras Rosina
quiso evitarlo, forcejeando duramente con la policía, que apenas lograba mantenerla
agarrada. La imagen salió en todos los noticiarios de esa noche, como signo de la
frustración de las familias. Es que, de haber podido, hubiesen golpeado al juez, por la
ligera sentencia que determinó para quienes mandaron a los jóvenes a marchar.
Aun cuando el gesto del palmetazo y luego el de la botella les parecía poco
respecto a lo que realmente tenían ganas de hacer, la policía determinó que habían
atentado contra la autoridad en la vía pública, así es que los detuvieron y fueron enviados a la primera comisaría de la capital. Sin embargo, algo hubo en ellos que conmovió a la policía y les permitió recobrar de inmediato la libertad. Quizás el cansancio y la frustración que vieron en sus miradas, removieron la fría mentalidad de quienes están acostumbrados a lidiar con la agresividad en las calles santiaguinas.
Les ofrecieron agua mineral y disculpas por los moretones que le ocasionaron a
Rosina, mientras ella pensaba que el portarretrato con la foto de Esteban, que mantenía entre sus brazos, fue lo único que evitó que golpeara con toda su robusta fuerza campesina a los carabineros. Ellos no podían imaginar las reacciones que tenía la madre en sus momentos de furia. Bastaba con recordar solamente ese día, ese funesto día en que agarró a combos la pared del baño de su casa hasta caer exhausta al suelo, cuando un “extra” había interrumpido, no solo el programa “Rojo” que veían en la televisión, sino también y para siempre, la tranquilidad en la que vivían.
Como solía ser en el sector rural de Bío Bío, los veranos siempre fueron una
verdadera delicia. Una veintena de primos llegaba hasta el fundo, donde vivían no sólo
los papás de Esteban, sino también abuelos y tíos. Entonces, la llegada del calor era
señal inequívoca del arribo de los visitantes, quienes aprovechaban las bondades del
campo para descansar. Laguna y río cerca, caballos y grandes espacios transformaban
a Postahue en el destino ideal. Por esto, los mejores amigos de Esteban estaban en su
familia más que en sus compañeros de curso.
Sólo uno de ellos era de su listado más cercano, se trataba de su compañero
Cristian Chávez Varela, quien “sacaba la cara por él”, relataría su madre después de su
fallecimiento. Ambos compartieron la fatalidad de quedar en la Compañía de Morteros
y de realizar la marcha cordillerana. Los dos fallecieron en el intento por alcanzar La
Cortina y Rosina le recordaría siempre a la madre de Cristian, que debían luchar porque la muerte de sus hijos no quedara para siempre sepultada en el olvido y la indiferencia.
Así fue como convenció a Itolinda de llegar hasta Santiago. Cuando leyeron la sentencia ambas estuvieron ahí.
Esteban se inscribió en el servicio militar para concretar su anhelo de
convertirse en suboficial, pese a la oposición de toda su familia, salvo de su abuelo
Fermín, que fue un constante apoyo en su deseo. Incluso, las noches previas a ese 4 de
abril, cuando ingresó al servicio, iba a conversar con su abuelo, quien lo motivaba a
cumplir con la instrucción obligatoria, tal como él lo había hecho años antes. Esteban
escuchaba con ansias todas las historias que le relataba su tata sobre el ejército de la
primera mitad del siglo veinte, sin pensar que su propia historia superaría con creces
cualquier acontecimiento de antaño.
-Hijo, te ves tan lindo con ese uniforme.
Madre e hijo se sentían absolutamente orgullosos del verde traje. Esteban se
veía como “todo un hombre”, muy atrás quedaban los días del bebé “ochomesino” que
pasaba aojado, porque todo el mundo celebraba a ese niño rubio de ojos verdes, los
mismos grandes ojos del padre y que ahora generaban un agraciado complemento con
los colores militares. Esteban se convertía en el orgullo de la familia y él se sentía tan
cómodo así, que quería vestir para siempre el uniforme cumpliendo con su sueño.
Sus botas lustradísimas brillaban al sol. Le encantaba la vida militar, pero no
obstante extrañaba a su familia, la libertad en el campo y el relajo que tuvo en su
hogar. Siempre manifestó una sensibilidad especial frente a sus padres, de hecho ésta
lo traicionaba cada vez que ellos iban a verlo. Su madre notaba de inmediato que su
hijo se veía forzado “a pestañear rapidito”, para que no se percataran que estaba a
punto de ponerse a llorar. Nunca antes había salido de su casa y cuando trabajaba, lo
hacía siempre ayudándole al papá en el fundo o con el tractor, porque le gustaba la
mecánica.
-Pero hijo, ¿no vas a estar llorando?
-No papito, es que me emociono de verlos a ustedes.
Lo mismo fue ese último fin de semana que estuvo en casa, luego de la entrega
de armas. Contó que adentro eran estrictos, pero que la comida era buena y el trato
no estaba tan mal. En medio de su vivaz relato, les enseñaba a su papá y a su hermano
menor, Daniel, a ponerse firmes, a realizar los giros marciales y a responder como
se hacía en la milicia. Les mostraba todo aquello que en ese mes había aprendido
literalmente con el sudor de la frente.
-Hijo, ¿por qué la ropa está tan sucia?
Rosina quedó impresionada de ver la ropa interior de su hijo. Lo blanco estaba
convertido en color tierra. No recordaba que Esteban se ensuciara tanto, pese a que
el polvo es una constante del campo. Había abierto la mochila de su hijo para lavar su
uniforme antes que se fuera el domingo y quedó pasmada al verlo.
-No mami, no se asuste. Si lo que pasa es que nos hicieron arrastrarnos de
guata y después con el arma. Al que se le caía, porque a un niño se le cayó, lo hacían
recoger con la boca el fusil.
-Y ¿usted hijo?
-No mamita, a mí no me pasó nada.
Estaba tendiendo a la orilla del parrón, mientras Esteban la miraba desde una
banca. La llamó para abrazarla y llorar junto a ella. Rosina estaba sorprendida y la
escena se le grabaría por siempre en su mente, como uno de los últimos momentos de
intimidad que tuvo con el mayor de sus hijos.
-Esteban, ¿por qué lloras? ¿Estás aburrido del servicio? ¿No te gusta? ¿Te
maltratan?
-No, para nada. No, no estoy arrepentido.
Tomó aire. Suspiró.
-Lo que pasa es que yo los quiero tanto a ustedes y los echo mucho de menos
allá. No sé qué hacer.
Rosina miró dulcemente a su hijo. Lo cobijó entre sus brazos, como cuando
era un bebé y lo protegía del mundo, o cuando se escondía en sus rodillas luego de
alguna travesura. La ternura la embargó. Ella sabía de la vida porque era mujer de la
tierra, pero no tenía respuestas para las tristezas del corazón, quizás porque sólo sabía
sentirlas y aceptarlas resignadamente. Qué podía aconsejarle a su hijo, qué decirle que
tuviera sentido, ¿no valía más el gesto de abrazarlo y acunarlo como tantas veces? ¿No
valdría más el reflejo materno de acoger para sentirlo hijo y manifestarle su protección
incondicional?
Ese último día en casa, Esteban lo había pasado recorriendo a caballo los
campos. Andaba acompañado de Daniel y un primo. Incluso fueron hasta la casa del
Nacho para ponerse de acuerdo en cómo se irían al regimiento el día siguiente. Esteban
andaba más locuaz que de costumbre, relatando a sus acompañantes toda la vida militar y, más encima con la perspectiva que probablemente conocería la nieve, la que sólo había disfrutado una vez hacía unos diez años en un paseo familiar a las Termas de
Chillán. Por entonces se tiraban en bolsas de basura, ahora pensaba que tendría un
mejor equipamiento y, con algo de suerte, hasta esquíes. De todo eso le hablaba a Daniel y a su primo, mientras les explicaba que en una semana más partirían por allá “lejos”, indicando hacia el este, desde los cerros de Laja que subían a todo galope; a cientos de kilómetros de allí, los jóvenes podían apreciar el blanco y azul de la Sierra Velluda, mientras que a su lado y un poco más abajo, se veía el cono del volcán Antuco con su figura tan característica.
La travesía por los campos duró hasta como las seis de la tarde, un poco antes
que oscureciera. Serían los últimos momentos que su hermano menor lo vio con vida.
Entonces regresaron a casa con Daniel. Tenía que ir a comprar algunas cosas que le
habían pedido para ir a Los Barros. La familia partió para Laja, hacia el centro comercial
del pueblo ligado a la industria papelera.
Lo primero eran las gafas. Pero no bajaban de los treinta y cinco mil pesos,
aunque buscó varias.
-Papá, sabís que estoy pensando que no me compres gafas mejor. Pásame las
tuyas, que son oscuras, y después cuando yo salga del servicio, tú me compras un par
de gafas buenas, pero ahora no gastís tanta plata. Cómprame linterna no más.
Fueron a comprar la linterna. Escogió una pequeñita, que traía en el bolsillo de
su uniforme cuando lo encontraron congelado, exactamente un mes más tarde.
Mientras paseaban por el centro, abrazado a su mamá, la vendedora de una
joyería les hizo un extraño comentario que se convertiría en presagio de pérdida y
muerte. Rosina sintió como una oleada de envidia llegaba hacia ella, quizás motivada
porque su chiquillo era joven y apuesto.
-Ay, tanto que abraza a su hijo y capaz que ni vuelva a verlo.
La vendedora la había mirado fijo mientras se lo decía. La madre se estremeció
y, aunque no entendió el sentido de la frase, su instinto la hizo salir de inmediato del
lugar. Una especie de temor supersticioso se apoderó de ella.
Esos días estuvieron contentos en familia. El domingo 1 de mayo lo pasaron
los tres sacando chicha desde unas pipas, trabajo al que se dedicaba el padre y en el que Esteban le ayudaba diligentemente.
-Ahora sí que nos va a ir bien en la venta.
Se les hizo tarde, así es que el hijo debió partir a toda carrera hasta la casa
a ponerse el uniforme para acuartelarse. Para entonces, Daniel ya se había ido a su
“residencia”, una especie de pensión que les entrega el municipio a los chicos del sector
rural para que pernocten allí desde el domingo al viernes, mientras cumplen con sus
estudios, similar a un internado. No alcanzó a despedirse de su hermano, a pesar que
Esteban se fue en el camino hasta la carretera, diciéndole adiós con una enorme sonrisa a cuantos conociera en el lugar.
Tenía la esperanza de regresar el fin de semana del 21 de mayo, era largo, y ya
se habían organizado con sus primos y su hermano Alfonso, para que viajaran desde
Santiago. Esos días harían una enorme fiesta en el fundo, como en los veranos, para
celebrar que Esteban había entrado al servicio. Se habían puesto de acuerdo para que le dieran permiso a su polola, Katy, que viajaría desde Chiguayante.
Globos y guirnaldas estuvieron para ese fin de semana en que viajaron todos.
Sus primos, su polola y Alfonso cumplieron con estar en Postahue. Pero la fiesta no se
hizo. En lugar de ello, vino la angustia y luego la resignación. Los preparativos para la
fiesta se transformaron en los del rito fúnebre, con que su familia le daría la despedida
final.
Rosina no había comprendido las señales que le entregó su tierra campesina,
que le habló con el lenguaje propio de quienes habitan y se nutren de lo rural durante
toda su vida. Esos días antes del maldito miércoles 18, había temporal de lluvia y viento
en la zona, los perros se unían a este estruendo aullando lastimeramente en las noches.
Como nunca. Por más que los hacía callar, seguían. No comprendió. No entendió hasta
que salió la noticia que despertó de golpe a su Ernesto que dormitaba en el sillón y que
a ella la trastornó, al punto que agarró a golpes la pared del baño hasta caer rendida.
Eso fue momentos antes que entendiera que había que salir urgente hacia Los Ángeles.
El matrimonio estaba cuidando a esa hora a un pequeño sobrino. Daniel estaba en la
residencia de Laja. Había que moverse con premura, porque la compañía de Esteban
tenía un accidente. Meses después Rosina relataría que lo primero que hizo fue llamar
a su cuñada que vivía en Los Ángeles, para que fuera al gimnasio militar a obtener
alguna respuesta. Ella le dijo que estuviera tranquila.
Después de eso me llamó mi hijo Daniel desde Laja,
desesperado, me dice que se quería venir, que su hermano, que se
quería venir en la noche y ya la hora que era. Yo le dije, Dani, quédate
allá, por último ándate donde tus tíos y les dices que te vengan a
dejar en el auto.
Llamó nuevamente mi cuñada: Rosina, tú tenís que venirte
con el Ernesto inmediatamente para acá. Ese día para nosotros fue
fatal. Queríamos salir en la camioneta, mi esposo entró, se duchó,
yo con la desesperación me puse las botas sin calcetas, ni una cosa,
con la misma ropa que andaba, con un paletó encima. Y en el tiempo
de invierno en el fundo, no se puede salir en camioneta. Es puro
barro. Entonces mi esposo, al salir en el vehículo que es grande, se
le fue encima del portón a la salida de la casa. La camioneta quedó
enganchada del tapabarro y no podía sacarla. Yo lloraba, gritaba y
nadie me escuchaba, porque en el fundo las casas están lejos.
Después sacó la camioneta y se le fue para el barro. De tanto
patinar, se le rompieron los neumáticos. Se le reventaron. Yo le
dije que fuéramos a pie a hablar con el administrador, para que nos
remolcara con el tractor. Pero el administrador estaba acostado…
Yo fui a dejar a mi sobrinito donde una prima de mi esposo, que
vive en toda la esquina en el fundo. Llorando iba con el niño, oscuro,
porque la noche estaba tapada en agua. Y siento que viene un auto y
me quedo en medio a hacerle señas. Era una prima de mi esposo que
venía y que le ayudó a sacar la camioneta con el tractor. Le ayudó,
pero costó, porque la camioneta no podía subir. Con el peso y donde
venía pinchada no podía. Eso fue el mismo día 18. Ahí estuvo como
una hora mi esposo, tratando de cambiar el neumático. Con el barro
hasta aquí, así mismo llegamos a Los Ángeles, todos embarrados,
que después nos mirábamos y nos daba vergüenza vernos sucios. Ahí
llegamos y no nos daban ni una razón de nada.
Rosina dice que no le quedó santo al que hacerle mandas. Prometió todo con tal
que le devolvieran vivo a su hijo. Y las esperanzas las mantuvieron hasta el final, incluso
cuando la misma abuela, Dina, les decía que había que resignarse porque el chiquillo
ya estaba muerto, ella misma tenía en el fondo la esperanza que su nieto se hubiera
escondido a capear la tormenta. Las esperanzas de todos se hicieron añicos cuando
llegó el soldado. Traía sus ojos cerrados, pero su madre le reconoció una lágrima de
hielo en su rostro. Conociéndolo como era, seguramente lloró, al verse en medio de la
blanca ceguera que fue esa tormenta infernal. La impresión fue tan grande a la hora
de reconocerlo, que Rosina a lo único que atinaba era a asirse desesperada a Ernesto,
llorando a gritos su muerte.
No lo podía creer. No fui capaz, y siempre me reprocho, no fui
capaz de poderlo abrazar y darle un beso. No fui capaz ni siquiera de
ir a la morgue a vestirlo, tuvieron que ir mi esposo con mis cuñados,
ellos lo revisaron si venía sanito. Venía sano, con ese pantalón, chaleco
de lana y sin botas, sus manos las traía agarrotadas, todos cocidos sus
dedos blancos. Cocidos. Era tan fuerte la impresión, con su carita así
para el lado, la traía toda morada, quemada, seguramente con el hielo.
Sus labios los traía hecho tiras también. Fue grande mi impresión
de verlo, en esa lata, en esa bandeja donde echan a los mocosos. De
ver que yo llevé a mi hijo sano, y como me lo entregaron. Fue muy
doloroso. Al otro día teníamos que estar a las nueve en el Instituto
Médico Legal para vestirlo y si no éramos capaces de hacerlo, ahí nos
iban a ayudar. Fue mi esposo con un cuñado a vestirlo. Yo me quedé.
Yo no. No era mujer de vestir… y siempre me reprocho no haberlo
podido abrazar y darle el último beso a mi chiquillo.
Luego del responso en el regimiento se lo llevaron al fundo. Su familia en
pleno lo esperaba y sus primas le adornaron todo el camino a casa con los globos y
las guirnaldas. La casa se llenó de gente en el velatorio, le rezaron hasta que se lo
llevaron a la iglesia de Laja y fue despedido en el mismo templo donde sus padres se
habían casado hacía veinte años, en medio de la felicidad de estar enamorados. Ahora
tenían al mayor de sus hijos en una urna, al medio de la iglesia atestada de gente. Calle
Balmaceda, la principal de Laja, era un mar de personas que despedía a uno de sus hijos,
al pequeño haz de luz que pasó por el pueblo. Lo dejaron en el cementerio, en medio
de flores y acompañado de sus otros cuatro camaradas que volvieron de la cordillera,
entre ellos, su compañero Chávez Varela, el hijo de Itolinda, y su conocido de infancia,
Fredy Pilar Parada. Cubierto de una blanca sepultura, su madre lo va a visitar todas las
semanas y, cada vez que puede, porque es la única manera que le quedó para estar con
su hijo y saber que los últimos días de Esteban fueron felices allá arriba, vistiendo el
uniforme que tanto quería tener.