14. Jonathan Ezequiel Bustos Bastías

Relato basado en los testimonios de su madre Gloria y de su padre Eduardo

Jonathan Ezequiel Bustos Bastías

Jonathan Ezequiel Bustos Bastías

Cuando Jonathan Ezequiel Bustos Bastías llegó a vivir a Canteras tenía
dieciséis años. Venía de Concepción y con la personalidad característica de quien ha
residido toda su vida en una ciudad con miles de habitantes, Jonathan se compró una
indumentaria especial para presentarse en el pequeño poblado. Impermeable, terno y
guitarra en mano partió a darse a conocer. Y cayó bien. Delgado y de tez blanca como
su madre, su carácter extrovertido gustó en quienes lo venían conociendo. Su carisma
y desplante impactó en la localidad, dejando también una marca indeleble en quienes
lo conocieron, sus amigos continuaron visitando a sus padres aun cuando él ya había
partido para siempre.
Sus amistades se relacionaban con la iglesia católica a la que asistía, formando
parte de la juventud parroquial Jupach. Tenía una polola que era conocida y querida
por la familia de Jonathan, al punto que en las últimas vacaciones se la habían llevado
a Valdivia, con la esperanza que el joven quisiera ir con ellos a esa ciudad. Pero no
lo hizo, vivía sus primeras vacaciones sólo con sus amigos, aprovechando la inédita
autorización que le había entregado Gloria, que se caracterizaba por ser una madre
estricta y de carácter fuerte.
Así es que prefirió continuar su diversión en Pucón, luego en Caburgua
y cuando ya el permiso finalizaba y su familia lo esperaba aún en Valdivia, decidió
retornar a Canteras. La casa se transformó entonces en su “centro de operaciones”
y de eso se darían cuenta sus padres y hermanos al regresar. Fiestas e incursiones
culinarias quedaron al descubierto, cuando miraron el refrigerador completamente
vacío y alguna de las ollas reluciente, debido al enorme esfuerzo que realizó Jonathan
para que se borraran los rastros de la comida quemada, cuando preparándola se quedó
plácidamente dormido.
Mientras cursaba el tercero medio en el Liceo Isabel Riquelme, ubicado al
frente del recinto en que se encuentra el histórico castaño de O’ Higgins, Jonathan salió llamado al servicio militar. Su deseo siempre fue continuar en la institución castrense, así es que junto con inscribirse para completar su enseñanza media había hablado con sus padres para comprar el prospecto e ingresar a la Escuela de Suboficiales. Sus padres incluso tenían contemplado el dinero que haría falta en diciembre para que su hijo iniciara su formación en Santiago.
De esta manera el periodo de instrucción obligatoria no le representaba
dificultades. Estaba satisfecho por formar parte de las filas de los morteros y así se lo
hacía saber a sus padres y a sus hermanos, Joaquín y Perla, ambos menores que él.
Al escucharlo relatar sus aventuras militares, Gloria tenía la sensación que
para él todo era un juego. Se divertía con los ejercicios en que incluso los hacían comer
polvo, sin manifestar inconveniente alguno en quedar todo sucio y permanecer así
mientras duraba la instrucción.
Se entretenía con la vida militar, tanto así que se ofrecía para realizar
voluntariamente las “imaginarias”, que consistían en quedarse de guardia velando
el sueño de sus compañeros por un par de horas. Aunque formaban parte de algún
castigo, Jonathan accedía con todo agrado a ellas. A Gloria le contaba que su método
era reunir varias horas de imaginarias con el firme propósito de prepararse para la dura
instrucción que tendrían en la cordillera. Jonathan creía que así estaría más fuerte y
animado para cuando los llevaran a Los Barros, lo que ocurriría a la semana siguiente
de la entrega de armas.
Ese único fin de semana de franco, el primero y el último, la familia lo pasó
celebrando. Esperaron a que llegara Jonathan para realizar el cumpleaños de su papá
Eduardo y de su hermano Joaquín, ocasión en la que por primera vez el soldado se
hizo cargo de un asado. Disfrutaron de esos días. En las compras previas a la fiesta, los
padres aprovecharon de adquirir todos los elementos que le habían solicitado para la
campaña que se avecinaba en la cordillera.
Estaba entusiasmado con la instrucción que recibirían. Pese a que la nieve no
era nada nuevo, desde Concepción viajaban a Chillán o a jugar a los faldeos del volcán
Antuco, lo cierto es que tenía muchos deseos de realizar la campaña cordillerana.
Desde su dormitorio, Jonathan podía observar claramente la figura eterna del volcán
y la Sierra Velluda, parajes que veía a diario y en los que se escribirían los últimos
momentos de su vida.
Sus padres volvieron a verlo los días antes que se fuera a la montaña, porque
gracias a su ofrecimiento de llevar pasto al regimiento, viajó hasta su hogar acompañado en gran parte del trayecto por su camarada José Bustamante, quien también logró pasar un día más en casa con la misma excusa. Ambos vivían en sectores aledaños, de Los Ángeles hacia la cordillera, en el camino a Antuco.
Un par de días antes que partieran, Jonathan estuvo con los suyos. Sin
embargo, la vida les daría una oportunidad más de despedirse, lo que sería recordado
poco después como un verdadero tesoro. El día en que subían los morteros, los padres
de Jonathan dieron casi por casualidad con el camión en que ascendía la compañía.
Sorprendentemente se encontraron en el cruce del camino y Gloria pudo despedirse de su hijo, que precisamente iba al último sentado atrás, mirando hacia la calle. Entonces agradeció a Dios la oportunidad de estar con su hijo, aunque fuera por un solo y acotado momento, porque se celebraba el día de la madre y ella pudo recibir su esperado saludo.
Embarazada como estaba, fue tanta su alegría, que ningún mal presagio la abrumó.
-¡Yo quiero la cabeza del cabo! ¡Quiero su puesto, porque él era el experto!
Mi hijo estaba orgulloso porque andaba con él. Quiero su puesto, por favor quiero su
puesto… así voy a estar con tranquilidad en mi corazón, que él nunca podrá llevar a ni
un cabro más para dejarlo botado. Tenían con “telas de cebolla” a los cabros, mientras
él estaba con parka, bien abrigado. Mi hijo era mortero, famosa compañía. Le pregunté
dónde está mi hijo, “No, no sé” respondió. “Veníamos marchando todos juntos, después
vino el viento blanco”. Le pregunté en qué lugar venía mi hijo: “De los primeros, yo
volví, porque se me habían caído algunos… a los otros les dije que siguieran marchando
y cuando miro no había ningún soldado”. ¡Perdió 28 cabros! Yo le dije que me alegraba
por él que estuviera aquí, que me alegraba por su señora. ¡Pero no lo quiero aquí y
quiero que le quiten su cargo!
Gloria decía todo esto gritando, en medio de un ataque de histérica impotencia
frente a las cámaras, grabadoras, focos y la mirada angustiada de decenas de periodistas que la seguían desde que comenzó a correr y gritar por uno de los pasillos al interior del regimiento angelino. Es sábado 21 de mayo por la mañana y ella se había enterado de lo sucedido hacía dos días, cuando una amiga que escuchaba las noticias en Concepción la llamó por teléfono. Por más que se comunicó los días previos con la
esposa del cabo -cuyo número se lo había dejado Jonathan- nunca le dijeron que algo
malo había ocurrido arriba. Claro, a esas alturas nada había sucedido aún, pero el mal
tiempo en Canteras y la gris vista del volcán la habían hecho llamar para preguntar
por los chiquillos en Los Barros. El temporal arreciaba abajo y Gloria ya tenía un
mal presentimiento. Pero la esposa del cabo le había dicho que estaba todo bien, que
no había ningún problema, porque en caso de novedad éstas se sabían altiro, ya que
bajaban a los soldados inmediatamente para internarlos en la enfermería, lugar que
hasta el momento, permanecía sin ningún paciente.
Fue su amiga quien le avisó que por radio estaban anunciando un accidente
de un camión militar en Antuco. Gloria llamó de inmediato a la mujer del cabo, quien
le señaló que efectivamente algo había ocurrido y que se trasladara a la brevedad al
regimiento.
Se quedó junto a su esposo y sus hijos en el gimnasio. Nadie decía nada. Gloria
tenía ya tres meses de embarazo de su hija Jade, cuando debió enfrentar la enorme
presión que había en el lugar. Sus nervios estaban a punto de estallar y se quebró
ante las cámaras en cuanto supo que el cabo a cargo de su hijo había llegado ileso
a Los Ángeles. Y de su hijo, nada. Pasó días enteros sin poder comer, hasta que sus
amistades de Concepción llegaron a acompañarla y a disuadirlos que mejor esperaran
en Canteras. A esas alturas, con la impotencia escrita en cada uno de los rostros de los
familiares de los soldados, era poco lo que se podía hacer en Los Ángeles, porque ya se
hablaba de conscriptos muertos en lugar de dispersos.
Jonathan tardó diecinueve días en regresar. Fue el soldado número 43 que
encontraron las patrullas de rescate. Para entonces la familia no albergaba esperanza
alguna de encontrarlo con vida, el anhelo era sólo recuperar su cuerpo de la montaña.
Y aunque tardó, lo recuperaron. En la morgue, Gloria se dio la tarea de vestir
a su hijo, haciendo caso omiso a quienes le recomendaban que dejara esas labores para
otras personas. “Yo lo parí y cuando lo parí, lo vestí y ahora nadie me va a prohibir
vestirlo” les dijo tajante, demostrando con ello la fortaleza furibunda que la mantuvo
en pie.
La partida de Jonathan tuvo duras secuelas en la familia. Aun cuando Jade nació
sin ningún problema siete meses luego de la muerte de su hermano, su padre sufrió de
una parálisis en la totalidad de su cuerpo, que le impidió el movimiento, al punto que le
era muy difícil hablar. También sufrieron los hijos, porque a meses de la muerte, Perla,
de ocho años, perdía irremediablemente su cabello y Joaquín, de once, sentía temor de
dormir solo.
El miedo de volver a perder a uno de la familia los obligó a permanecer a
todos juntos durmiendo en una misma pieza, pese a que la casa cuenta con amplias
dependencias. Uno de esos dormitorios vacíos es el de Jonathan, lugar que a meses de
su partida luce igual como si él estuviese ahí. Sus blocks con grafittis, gorros, fotos,
cartas y el diploma que se ganó por participar en un campeonato de voleibol en Pucón,
durante el último verano, permanecen encima de los muebles y de la cama.
De escenario, a través de su ventana está el volcán Antuco, como un macizo
testigo de lo ocurrido en sus faldeos, testigo al que acude Gloria cada tarde en busca de
respuesta, de algún rastro del mayor de sus hijos, del soldado muerto en la montaña.

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