11. Víctor Manuel Aqueveque Erices

Relato basado en el testimonio de su madre Aída

Víctor Manuel Aqueveque Erices

Víctor Manuel Aqueveque Erices

Sus últimos meses transcurrieron entre las uvas. El dulce olor de la fruta
madura lo acompañó entre las risas de mujeres y jóvenes, que diligentemente pasaban
extenuantes jornadas bajo las parras. Víctor Manuel Aqueveque Erices era temporero
y a eso se dedicó el año previo al servicio militar.
Abandonó el colegio cuando los problemas familiares lo llevaron a tener un
mal rendimiento académico y a pensar que era mejor aportar con dinero a la casa, en
lugar de generar dificultades a su familia. El tercero medio se le hizo cuesta arriba en
el Liceo Técnico Don Orione de Los Ángeles, por lo que su madre realmente dudó
si valía la pena que continuara los estudios. La duda se le hizo más patente cuando,
llegado octubre de ese año, el 2003, los viajes a la ciudad se le hicieron obligatorios:
una libreta llena de “rojos” y la constante cimarra de Víctor, la hacían trasladarse casi
a diario desde el sector rural de El Membrillar para justificar su inasistencia y mal
rendimiento.
-Señorita, usted qué me dice, ¿mi hijo irá a pasar de curso con estas notas? Sabe
que prefiero que quede repitiendo para que no venga más a perder el tiempo y hacerme gastar a mí en pasajes, todos los días.
El dinero escaseaba y la situación familiar no estaba como para viajar a diario,
menos todavía, si Víctor fracasaba en el colegio. Pero bien sabía Aída a qué se debía
la actitud de su hijo, porque Constanza, su hija menor, estaba con un comportamiento
similar. Su esposo y padre de dos de sus hijos desaparecía días enteros, llegaba totalmente ebrio y las escenas de violencia familiar se registraban con frecuencia.
Por eso no le extrañó cuando Víctor optó por irse de la casa. Un día le anunció
que partiría al norte, donde trabajaría como temporero con los maridos de sus hermanas mayores, que eran contratistas. “Gordita voy a aprovechar de salir a conocer”, le dijo, poniendo voluntariamente fin a sus días relajados en casa, viendo dibujos animados y jugando a la pelota los domingos que podía en el equipo de fútbol El Cañón.
El joven se fue primero a Copiapó y luego a Casablanca, dejando un claro vacío
en el hogar. Sólo Constanza permanecía con su madre, pero Aída sentía que era muy
niña como para entender lo que significaba vivir con un marido que se perdía durante
días y que llegaba con el ánimo violento, cuando retornaba al hogar; la madre recuerda
que ese año fue especialmente duro para ella.
Mientras Víctor permanecía en campamentos con los contratistas, haciéndoles
bromas a sus compañeros y quitándoles las cajas con uvas, su madre vivía los últimos
meses en Membrillar, tratando de sobrellevar dignamente sus veinte años de matrimonio.
Sin embargo, una casa nueva en el sector de la ex estación ferroviaria de Cuñibal, se
erigía como una esperanza concreta de que la vida familiar cambiaría, volviendo a ser
como en los primeros meses de matrimonio con Manuel, cuando insistió en casarse con
ella, pese a que Aída tenía ya cinco hijos de su pareja anterior.
No obstante su trabajo como temporero, Víctor se dio tiempo para inscribirse
en el servicio militar. Luego, salió llamado y debió presentarse en el Regimiento Los
Ángeles a fines de marzo. Las maletas las hizo ese mismo mes, dejando el norte para
volver a su tierra natal. Su madre lo había llamado avisándole que debía retornar: Aída
tenía la secreta esperanza que su hijo pudiera transformarse en militar, mejorando así
ostensiblemente su condición económica. Víctor también lo sabía, por eso no lo pensó
dos veces antes de regresar a Los Ángeles.
El 4 de abril fue el día del ingreso y para la siguiente vez que lo vio, su madre se
sorprendió gratamente al encontrarlo vestido con el uniforme militar. Se enorgullecía
de Víctor, increíblemente le parecía que, de un día a otro, se había transformado en un
hombre. Las veces que fue con alguna de sus hijas a visitarlo al regimiento, siempre
estaba igual, contento y con ganas de quedarse en la institución castrense.
Su padre lo visitó para la entrega de armas, el 29 de ese mismo mes, pese
a que Víctor no quería que fuera. Llegó a acompañarlo en esa jornada de fiesta que
continuó luego en casa, porque era el primer fin de semana que el joven tenía de franco
y, además, Constanza quería celebrar su cumpleaños con él. Había buenos motivos para alegrarse, ya que también la casa de Cuñibal estaba lista para su entrega. Buenas cosas se vislumbraban al fin para la familia, luego del triste año anterior, así es que ese fin de semana fue de celebración. Víctor estuvo animado hasta el último día.
-Mamá, ¿vamos a ver la casa?
Aída estaba demasiado ocupada ese domingo. Terminar de alistar la ropa para
su hijo que debía retornar al regimiento no era una labor fácil, considerando que a la
semana siguiente se irían a Los Barros, un sector que la familia no conocía, pero que
imaginaban lejano y hermoso, como suele ser la cordillera en esta zona.
No le quedó más opción que ir solo a conocer la vivienda, emplazada en una
nueva población al lado de la antigua línea férrea y en medio del campo. El joven vio la
casa, entró y se imaginó la distribución de las nuevas piezas. En verdad la vivienda era
un tanto estrecha, pero no era seguro que él retornara al hogar. Pasarían largos meses
antes de terminar el servicio y además, quería seguir en el ejército.
-No, en realidad no es tan seguro que pueda algún día vivir en esta casa.
Volvió donde su madre, ya que el tiempo apremiaba ese domingo. Mochila al hombro,
salió a la carretera a tomar el bus de regreso al regimiento. Al despedirse, le dijo a su
padre que estaba en casa:
-Pórtate bien, gallo.
Pese a que siempre salía a dejarlo, esa tarde su madre no pudo. Se coordinaron
para ir al día siguiente a dejarle algunas cosas que todavía no compraban y que Víctor
debía llevar a la cordillera. Aída guarda el recuerdo de su hijo mirando hacia atrás
despidiéndose, mientras su hermana lo acompañaba en el polvoriento camino esa tarde de otoño.
El sector de la guardia del regimiento fue testigo del último momento que
tendría con su hijo. Víctor estaba feliz, porque pese a que había conocido varias
regiones del país, la nieve todavía le era esquiva. Su madre alcanzó a recomendarle que
se cuidara en los escasos minutos que le dieron a él para ir a buscar las cosas que ella
iba a dejarle.
-Dentro del gorro te eché una cajetilla de cigarros. Buena suerte hijo.
Según sus cálculos, a Víctor debían pagarle ese día, por lo que no le compró
más cajetillas. Veinte días después, supo que sus cuentas habían sido erradas, porque
su hijo andaba pidiendo cigarrillos a sus compañeros en el refugio. El duro momento
en que se enteró de esto era ya demasiado tarde como para poder remediarlo o siquiera poder darle alguna explicación a su hijo. No hubo tiempo ni posibilidad alguna de volver a verlo, como tampoco de irse a vivir juntos a Cuñibal para comenzar una nueva vida en familia.
Tal como lo imaginó el último día de su visita, Víctor no tuvo la fortuna de
irse a vivir a la casa nueva. Pero su madre y Cony tampoco: la vivienda se la dejaron
al padre, porque madre e hija optaron por comprar otro terreno con el dinero que
les dejó Víctor. En medio de su dolor, Aída optó por la tranquilidad en su vida. En
tanto, Constanza decidió imitar a su hermano, ingresando a la Defensa Civil como una
manera de revivir los últimos meses de Víctor en el regimiento y de mantenerlo de esa
forma, más nítido en los recuerdos y más cercano en sus vidas, todo con tal de seguir
sintiendo su cálida presencia junto a ellas.

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