1. Juan David Valenzuela Riquelme

Relato basado en el testimonio de su madre Guillermina

Juan David Valenzuela Riquelme (a la derecha)

Juan David Valenzuela Riquelme (a la derecha)

Esa noche de martes 17, Juan David y sus compañeros se durmieron en medio del viento y el frío cordillerano, que se sentía a través de las macizas paredes del
Refugio Mariscal Alcázar en Los Barros. Pensaban lo que harían al retornar a sus
casas después del fin de semana del 21 de mayo. En medio del diálogo, Juan dijo que
estaba apurado por volver a Huépil, para saber cómo estaba su yegua Quequita, que
le preocupaba bastante, sobre todo después del accidente a caballo que había tenido el
último verano en el campo. Juan David también les contó a sus compañeros un secreto:
estaba enamorado de una niña de por ahí cerca donde vivía.
En medio de la oscuridad de esa hora de la noche y a sabiendas que les esperaba
una madrugada difícil, se pusieron a imaginar qué harían una vez terminado el servicio
militar, cualquier estrategia era válida para llamar el sueño y dormirse rápido en los
incómodos sacos, ya que pronto les darían la orden de levantarse, ordenar sus cosas
y partir. Hacía frío y la humedad de los uniformes estaba tan presente en sus cuerpos
como el hambre que sentían. Siguieron conversando, ¿gendarmes o suboficiales? Era
mejor convertirse en gendarme, alguien les había dicho que los sueldos eran mejores
que en el ejército y el trabajo no estaba tan malo. Juan se entristeció un poco, les dijo a
sus amigos que quería entrar a la Escuela de Suboficiales y que no lo dejaran solo.
En una de esas los caminos terminarían uniéndolos. Eso no podía saberlo
nadie, menos ellos en estas horas oscuras, frías, en el suelo, con el uniforme mojado y el
estómago en ascuas.

Guillermina sentía cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos al conocer
algunos detalles de la última noche que vivió su hijo. Ella misma había buscado con ansias el relato de uno de los soldados sobrevivientes, porque no podía quedarse tranquila sin conocer cómo había estado Juan David en Los Barros. Fue así que le contaron no sólo la última noche que tuvo antes de emprender la marcha que terminaría con su vida, sino también parte de la campaña y, finalmente, la muerte blanca que tuvo uno de sus seis hijos.
Supo que no todo había sido grato para el joven, pese a que tenía muchos
deseos de hacer el servicio y luego, de seguir la carrera militar. Había ingresado tan
sólo unas semanas antes y ya lo habían llevado, junto al contingente compuesto por
cinco compañías, a la primera campaña en el sector cordillerano de Antuco.
De lo que vivió Juan David en este lugar, su madre grabó dolorosamente un
episodio en su mente: el joven quedó atrapado en medio de las bombas lacrimógenas
cuando ellas estallaron en un sorpresivo ejercicio táctico. Los conscriptos habían
terminado recién un cansador ascenso a uno de los cerros que circundan el refugio
y antes que pudieran darse cuenta, el humo picante empezó a rodearlos haciéndolos llorar.

Valenzuela no pudo escapar y quedó en medio de la emboscada junto con su  compañero Cristian Vallejos. Un poco más despierto, otro camarada, Rodrigo Morales, optó por tirarse por un pequeño risco, estrategia de la que resultó todo magullado.

El relato que le hicieron a Guillermina no termina ahí. Le dijeron que un
momento después del ejercicio con las lacrimógenas, cuando el cielo retornó a su color
habitual luego que el viento cordillerano limpiara el aire, los soldados comenzaron a
bajar ordenadamente hasta una planicie, donde sus mandos preparaban un suculento
asado. Los hicieron formarse en una fila para comer, cuando de improviso estallaron
nuevamente las bombas, ante la burla de los militares. Cabizbajos, los jóvenes
debieron sentarse en círculo, luego de lo cual les preguntaban si tenían hambre. Los
conscriptos sentían vergüenza de responder afirmativamente, porque temían una nueva emboscada.
Finalmente les dieron un trozo pequeño de carne y en el casco de uno de los
soldados, les sirvieron vino. Uno de los conscriptos se embriagó. El resto permaneció
sobrio mirando cómo sus mandos disfrutaban del asado, impasibles ante la mirada
sombría de los jóvenes, “llegábamos a babear por un poco más de comida” le habían
dicho a Guillermina.

Juan David no conocía la nieve, porque cuando ésta caía en las cercanías del
sector rural de Huépil siempre era muy escasa, apenas unas plumillas que se distinguían casi nada de las constantes heladas que caen en los campos al amanecer y que dejan escarchados los pastizales, arruinando sembradíos y plantaciones. Por eso se fue tan ilusionado a su primera campaña. Además que su ingreso a la milicia se transformaba en la primera vez que salía de su casa. Nunca estudió en internados ni se fue a trabajar a otros campos como lo habían hecho algunos de sus camaradas. No. Para Juan David su instrucción en Los Barros era su primera “gran” experiencia fuera del hogar y había que disfrutarla.
Claro que la campaña no había sido precisamente un paseo del que se guardan
gratos recuerdos. Varios episodios le habían dejado un sabor extraño y ahora, iniciando
la marcha de regreso hasta La Cortina en el amanecer del miércoles 18 de mayo, tuvo
el presentimiento que las cosas podían no andar tan bien. De improviso la nostalgia lo
asaltó, sólo quería llegar pronto a casa y salir a cabalgar por el campo, aunque fuera
tan sólo por algunos días. Les habían dicho que ese fin de semana largo permanecerían
en sus hogares. Y eso apremiaba a Juan David para emprender su caminata con toda la
energía de sus jóvenes años.
Hasta antes de llegar al estero El Volcán, el joven iba bien, dando trancos con
sus largas piernas que lo empinaban sobre el metro ochenta de estatura. Pero luego
de mojarse en las gélidas aguas del estero, su ánimo decayó drásticamente. Su rostro
se volvió rojo “y el Valenzuela se empezó a congelar”, le contaron a Guillermina. Juan
David tenía sueño. El conscripto Morales comenzó a tratarlo con rudeza y a gritarle
insultos, a ver si su camarada reaccionaba y despertaba de una buena vez. Pero los
garabatos fueron en vano. Juan David lo único que quería era dormir. Se fue rezagando
de lo que alguna vez fue la columna principal.
Pese a que tan sólo le llegaba a los hombros, Morales optó por arrastrar a su
compañero, mientras lo único en que pensaba era en llegar con él hasta “la universidad”, ansiado refugio -ruinas de lo que fue alguna vez una hospedería perteneciente a la Universidad de Concepción- que no aparecía nunca en medio de la tormenta blanca.
Habían perdido toda noción de tiempos y distancias en un lugar que les era absolutamente desconocido. Morales no pudo más. No le dieron las fuerzas para seguir arrastrando a su compañero que ya iba dormido. Con enorme pesar tuvo que dejarlo solo, aunque su consciencia lo atormentaría después, pensando que habría sido mejor haber muerto con sus camaradas morteros en lugar de ser uno de los pocos sobrevivientes de su compañía. Pero en este instante, con la desesperación de estar en medio del temporal, Morales sólo piensa en llegar a destino de una buena vez y pedir ayuda urgente para sus compañeros que estaban cayendo en el camino. Intentó dejar a Juan David a resguardo, protegiéndolo entre unas rocas. Lo encontraron congelado, cuatro días después cerca de una piedra grande, casi a la orilla del camino principal.

Guillermina no se sorprendió con el funesto aviso de lo ocurrido con su
hijo, porque lo intuía. Se lo había soñado varias veces. A la semana que Juan David
iniciaba su campaña militar, su madre veía en sueños “un desparramo de milicos” en la
cordillera, todo mezclado con ríos turbios, con agua oscura. Desde ese día ella comenzó
a preocuparse por su hijo. Esa semana de mayo, cuando se celebraba el día de la madre,
le trajo el recuerdo de unos cinco años atrás, cuando había soñado que Juan David se
moría y le hacían un funeral lleno de gente, “muy lindo” pensaba. De pronto se percató
de lo que estaba recordando y de la pesadilla que había tenido noches antes. Sintió
como si se le removiera todo y comenzó el dolor en su pecho. Con el corazón oprimido
le dijo a su esposo que algo malo iba a pasar.

Pasaron los días sin tener ninguna noticia cuando llegó la tarde del miércoles
18 de mayo. Vieron un avance noticioso en la televisión sobre un accidente y cinco
soldados muertos. Un poco más tarde se trasladaron hasta el pueblo de Huépil, para
preguntar en los carabineros si es que ellos sabían algo de lo que había ocurrido.
Estaban por llegar cuando escucharon un nuevo reporte en que dijeron expresamente
que la Compañía de Morteros era la afectada.
De lo que sucedió desde aquel momento, Guillermina sólo guarda fragmentos.
Recuerda que comenzó a pegarse con las manos y a golpear a la gente que estaba
rodeándola. Deben haber logrado calmarla, eso no lo sabe, pero lo que sí tiene claro es
que cuando llegaron al retén de carabineros, Guillermina ya no sentía nada. El dolor
en el pecho había desaparecido. Y yo digo mi huachito ¡está muerto! ¡Está muerto! Por eso ya no hay dolor.

Juan David llegó en la madrugada del lunes siguiente a Los Ángeles y ya en
la mañana lo reconocieron. Ni su padre Juan ni Guillermina fueron a cumplir con ese
trámite, porque el hombre no quería dejar solo al más pequeño de los seis hijos, que se
encontraba muy afectado. Fue así como dos hermanos tuvieron la tarea de verificar que el cuerpo devuelto por la cordillera correspondiese a uno de los suyos. Lo reconocieron, encontraron en él todo normal, salvo que estaba con una sola bota, mientras su otro pie lucía descalzo. Este detalle no asombró a Guillermina, porque recordó que cuando era chico casi siempre andaba con un zapato o un solo calcetín.

Pese a que a su madre no le gustaba la idea, el joven optó por cumplir con
el periodo de instrucción militar obligatoria, porque su sueño era hacer carrera en
el ejército. Quería tener una oportunidad en su vida y ya le había dicho que quería
ser militar, “para que usted mamita no trabaje más”. Ella tenía otros planes. Quizás
no era tan destacado en su rendimiento escolar, pero estaba cursando cuarto medio
y era un joven tranquilo y responsable, cualidades que su madre veía como una clara
posibilidad para que siguiera estudiando. “Ese era mi anhelo, ver cómo lo hacíamos
para que continuara con sus estudios y fuera una persona diferente”.
Buscando un camino propio, Juan David se fue a presentar al regimiento a
principios de enero, iniciando así los trámites para entrar al servicio. De regreso a su
hogar iba feliz y lleno de energías, porque había sido preseleccionado, cumpliéndose
así la primera parte de sus deseos. En cuanto llegó salió a distraerse un rato dando
una vuelta a caballo en su yegua Lamparita. Andaba por las mismas partes de siempre,
pero se había alejado bastante paseando por el lugar, caracterizado por su abrupta
geografía. Distraído, no tuvo mucho tiempo de reaccionar antes que la yegua cayera
en un risco. Juan David alcanzó apenas a sacar los pies de los estribos y zafarse del
animal, que cayendo en una zanja se enterró un palo en el abdomen. Volvió desesperado a la casa, a buscar cuchillos, vendas y todo lo necesario para hacerle las curaciones de urgencia. Pero el trayecto era demasiado largo y para cuando el joven llegó hasta el lugar, Lamparita yacía muerta ante su atónita y angustiada mirada. Inevitablemente se sentía culpable de lo que había ocurrido y el hecho lo había marcado tanto, que cada vez que lo narraba no podía evitar estremecerse, incluso después que su padre le comprara a la Quequita, una nueva yegua, que no dudó en bautizar con el nombre de la niña que le gustaba.
Cuando pasaron los meses y Juan David ya no estaba con ellos, la madre
recordaba este episodio y lo afectado que había quedado su hijo: fue como un mal
agüero, porque justo ocurrió cuando regresaba del regimiento. Entonces, cada vez que
ella veía el risco donde había ocurrido el accidente pensaba que sólo un milagro hizo
que el joven sobreviviera. Guillermina se percataría después que en realidad, morir en
ese accidente cerca de ellos “no era la hora ni el destino” de Juan David.
Ella no siente rabia por lo ocurrido, está tranquila porque Juan se fue al
servicio por su propia voluntad, sin que nadie lo presionara a cumplir con el periodo de
instrucción. Y esa decisión fue apoyada por los padres, “es que era su sueño y cuando
una no tiene para darle, ojalá todos los sueños de los hijos una se los pueda cumplir”.
En su caso, la rabia ha dado paso a una visión distinta de la muerte de su hijo.
“Yo pienso que se fueron de una manera tan linda, con esa blancura, como que Dios
abrió sus alas y los recogió a todos como una paloma recoge a sus polluelos”. Se ha
apoyado en su familia para salir del dolor de perder a Juan David, pensando también en
que no era su único hijo y que le quedan otros cinco por los que seguir; asegura que el
dolor está pasando gracias al apoyo de los suyos. En el fondo, lo que más le duele es que
sabía que era el más indefenso de sus niños, “nunca se supo defender, incluso era más
desvalido que mis hijos menores, siempre mi miedo era que me muriera y mi chiquillo
quedara solo. Pero ahora que él ya no está, yo puedo morirme tranquila” dice, mientras
mira dolorosamente el retrato de su hijo soldado.

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